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La extrañeza es un mal síntoma

¿Qué es lo que hace una hegemonía despótica, depredadora y envilecida? Pues, despotizar, depredar y envilecer… Y entonces, por qué hay sobresaltos de extrañeza e indignación, cuando la hegemonía hace lo único que sabe hacer, es decir, despotizar, depredar y envilecer. Esto, por supuesto, que es terrible, pero aquello también lo es, porque diera la impresión –o más bien la certeza—de que a mucha gente todavía le cuesta asimilar la profundidad y extensión de la tragedia venezolana. El que haya, repito, mucha gente que aún se extrañe, se asombre, se lleve las manos a la cabeza, ante las ejecutorias de la hegemonía roja, es, sin duda un mal síntoma.

Todo esto viene a cuento, con motivo de la decisión de la “Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia”, avanzando en la anulación absoluta de la Asamblea Nacional, ahora dejando pintada en la pared a la inmunidad parlamentaria, entre otros atropellos crasos a la letra, espíritu, propósito y razón de la Constitución de 1999. ¿Cuál es la sorpresa? Es que acaso, eso no es lo que viene haciendo el “TSJ” con esta Asamblea Nacional, incluso desde antes de su instalación.

Es que acaso no es esa la esencia de la “legalidad emergente” de la llamada “revolución”: todo lo que convenga es legal, y lo que no convenga es ilegal…  Es que acaso lo que había en Venezuela de Estado de Derecho, a finales del siglo XX, que era más de lo que se estaba dispuesto a reconocer, no quedó mortalmente herido cuando se “derogó” la Constitución de 1961 –la más longeva y fructífera de nuestra historia—por medios distintos a los en ella previstos. Es que acaso la trayectoria del poder establecido a partir de 1999, no ha sido la de atentados continuos contra las nociones más elementales de nuestra tradición y ordenamiento jurídico, tanto nacional como de origen internacional.

Es natural que uno sienta una preocupación muy grande, cuando se perpetran atropellos cada vez más descarados. Pero eso preocupación va por partida doble, cuando uno escucha o lee de reconocidos voceros políticos de oposición, la manoseada denuncia de que ahora sí se ha cometido un “golpe de estado”, que ahora sí el régimen “se quinto la careta”, que ahora sí entramos en el redil de una dictadura. ¡Pamplinas! Eso viene ocurriendo desde hace 18 años. A veces con más lentitud, a veces con más rapidez, pero la marcha en la dirección de levantar una hegemonía despótica, depredadora y, por ende, lógicamente envilecida, ha sido indetenible.

Y si no han ido más allá, es porque no les ha interesado. No porque una imaginaria resistencia cívica lo haya impedido. El meollo del poder hegemónico es hacer lo que le da la gana. Después del teatro revocatorio de 2004, el señor Chávez le “pasó la pierna al caballo”, e hizo lo que le dio la gana. Y su sucesor ha hecho y sigue haciendo lo que le da la gana. Modestamente pienso, que si no entendemos esto, no entendemos nada.

Por eso, la extrañeza es un mal síntoma. Un mal indicio. Una pésima señal. ¿De qué? Muy sencillo: de que no acabamos de entender la naturaleza despótica, depredadora y envilecedora del poder establecido en Venezuela. De que no acabamos de entender que sólo la presión de la participación popular, con base a los amplios y diversos mecanismos de la Constitución, puede producir el ansiado cambio político de fondo. De que no acabamos de entender que por el camino que vamos, no vamos a ninguna otra parte que no sea el continuismo del presente. Y eso es lo peor que puede pasarle a Venezuela.

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