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La evasión, el espejismo

Bregar con el dolor, vérselas cara a cara con el duelo, gestionar el naufragio que implica aceptar que la realidad pone limitaciones al deseo, es quizás una de las estaciones más ingratas de la adultez. No es fácil tomar al toro de la calamidad por los cuernos y contener el tajo de su brutal embestida: “Dejaos de burlas y en atención a mí, no divulguéis tan graves noticias. Libraos de decir a nadie que han matado a Sigfrido pues en toda mi vida podría yo resignarme a su pérdida”, prefiere decir un aturdido Sigmundo, rey de los francos, cuando en “El cantar de los Nibelungos” se entera de la muerte de su hijo. Intentar anestesiar la emoción, negar lo que acontece sirve así de pañito caliente, algo que paradójicamente sólo ahonda el daño cuando la contundencia del vacío cae entre los dolientes como la hoja de una guillotina.

En efecto, apelar a la negación es común en estos casos, volverse “persona de corcho”, a salvo -transitoriamente- de lo que acontece. Y es que enfrentar los conflictos negando su existencia, su relación o su relevancia –una alternativa que permite al individuo dar la espalda a aquella realidad que le resulta intragable- puede ofrecer cierta blandura al alma atribulada. Intuyendo cuánto más arderá, hay quien decide omitir el balazo; así estira un poco más la sensación de que nada cambió ni cambiará, aunque todo haya cambiado drásticamente. El efugio, claro, no rendirá para siempre.

El problema se agrava cuando esa evitación se traslada de lo personal a lo colectivo, cuando la dinámica política se atasca en esa sistemática reacción contra la realidad empírica, contra la exactitud que no puede torcerse en lo inmediato. En lugar de aferrarse al poder transformador de la acción política, a la potencialidad de dinamizar espacios donde la inercia se ha instalado -y trabajar con lo que efectivamente se tiene para obtener el mejor resultado, para obligarse a distinguir la probabilidad en la aparente imposibilidad- la oposición venezolana, entrampada por el pathos, por la dificultad para gestionar la postración propia y ajena, recurre al mecanismo de defensa que sectores radicales afectos al “¡Ya!” se han cansado de manosear: negar la vieja amenaza, invitar a cambiarle el nombre, borrar de algún modo su marca en nuestra psiquis. “No lo llames elección”. Si no hay elección, entonces abstenerse no sería realmente abstenerse… pero, ¿se ha resuelto así el dilema?

La contradicción que eso plantea es evidente. Aún cuando su uso promete habilitar una suerte de protección (“En la medida en que la gente entienda que el 20M no habrá una elección, se reduce la frustración el 21”, anticipan los voceros del Frente Amplio) esa forzada, terminante certeza también cierra el paso a la búsqueda creativa de nuevas estrategias. Eso sin mencionar que dicho plan apuesta a evitar lo inevitable, ese remozado despecho que seguro recalará hondo en el espíritu colectivo cuando se

advierta que, de facto, se malbarató una oportunidad de organizar la rabia para dar la pelea electoral contra un fornido pero impopular enemigo; cuando todos nuestros sentidos constaten que el peor gobierno de la historia sigue allí, para desdicha de los venezolanos que sufren a diario el implacable cuerazo de sus yerros, del todo ajeno a la zurra moral que algunos pretenden propinarle.

Por lo visto, la estrategia de saber, pero no admitir –tan emparentada con la ilusoria apetencia del “todo o nada”- tampoco provocará esta vez los quiebres internos que necesitamos, cuando más los necesitamos. El mayor desconcierto, sin embargo, nace de notar cómo la dirigencia, contrariando su raison d’être, optó por no generar expectativas. Recordemos que la relación del líder con los ciudadanos se basa en su capacidad de influenciar, de entusiasmar y aglutinar voluntades en torno a una oferta específica, de interpretar y conectarse con el ethos mayoritario, de generar una confianza vinculada al logro de resultados; antes que inducir a pensar que la traba se esfumará si no se le menciona, a la dirigencia corresponde encararla y decidir cómo impactar la circunstancia para ponerla de nuestro lado. Si ello se esquiva recurrentemente como resultado de la impotencia, quizás se logre conjurar la borrascosa asignación de culpas, pero también se estaría renunciando limpiamente a la aspiración de dirigir, de acceder al poder.

¿Servirá entonces de algo que nos instruyan a aguantar la respiración, a taparnos los oídos, a cerrar los ojos para que no nos alcance el hedor, la estridencia, el fogonazo, mientras un autoritarismo inmune al ultimátum de la deslegitimación no reposa ni un segundo para imponernos su existencia como irrevocable hecho político? Para quien mide en carne propia los saldos del infierno, para quien no tiene más remedio que catar el rostro desfigurado de la emergencia, tales remedios resultan vanos. ¿Huir del dolor, elegir el espejismo? Que va. Esa es opción que la sufriente mayoría prefiere canjear por concreciones, hic et nunc, aquí y ahora.

@Mibelis

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