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La emboscada binaria

Estados Unidos es la última barrera contra el comunismo… sólo Trump puede garantizar que eso siga siendo así”. “Biden es la continuación del marxista y antiamericano Obama, amigo de Castro y Soros”. “Si los republicanos pierden, Maduro ganará un aliado… los progres vendrán a destruir para crear el caos”. “Biden, Harris, el Papa, CNN, The New York Times, twitter… todos comunistas”. ¡Ah! Como si no hubiese bastado con los zombis ideológicos que invocó el Socialismo del siglo XXI, gracias a las elecciones norteamericanas las redes se han atiborrado de nociones mohosas; dogmas como los que Fukuyama, al avistar un hegeliano fin de la historia, había dado por superados. Pero en pleno auge de la era de la información, el curso de la razón histórica parece haber sufrido un reset. Menuda zancadilla la de la ubicuidad. El espíritu de la Guerra Fría reaparece a lomos de la incertidumbre pandémica, el miedo colectivo y, claro está, las feroces diligencias del neo-populismo.

Lo llamativo es que el retroceso se instala sin distingos. No importa cuánto conocimiento tengan las personas afectadas por el síndrome, cuán capaces sean o no de distinguir la idoneidad en esas etiquetas que hoy se encajan tan impunemente. De hecho, la tendencia es a subestimar el aliño intelectual, pues el “yo siento” pesa como una losa. Un fruto, sin duda, de la aguda polarización que aquí y allá socava el intercambio político, en todas sus instancias.

Esta visto: pocas cosas tan efectivas para el populista y tan corrosivas para las democracias y sus garantes como apelar a la estrategia de la crispación, de la dicotomización identitaria. De la ladina coartada del “nosotros” y “ellos”. Una división que no sólo afecta a la opinión, sino que también da cuenta del esguince en la percepción de la verdad fáctica. Así, vemos cómo los sesgos cognitivos se hacen del protagonismo, y las distancias en la valoración de una misma realidad acusa brutales saltos entre unas personas y otras. O cómo los pedagógicos ejercicios de contraste, los consensos y matices se vuelves odiosos o sencillamente son cancelados. Más que comprender o integrar, pareciera que lo que importa es ser parte del algo… ¿acaso por temor al costo de contrariar los tiránicos climas de opinión; temor a la aplanadora del desprecio, de la crítica sin sustancia, de la indiferencia de los influencers, de la anulación de un apocado yo? ¿Pánico a estar solo, en fin, en medio del espejismo digital de la multitud?

A merced de esas distorsiones -y de su correlato, la generalización de las psicopatías, como apunta Marina Ayala- el pensamiento binario va formando parte del bosque que a diario atravesamos. Incluso los venezolanos -con larga escuela en las toxicidades de la polarización- lejos de esquivarlos parecemos ansiosos de zambullirnos en esos amplificados imaginarios. Ahora, no faltan acá quienes asienten y se estremecen ante el rugido del “Law and Order”. Quienes celebran que se repudien las formas y fondos de la política. Quienes juzgan como lógico que un actor autoritario y anti-sistema sea el que desenmascare a los secuestradores de la “verdadera democracia” o ataje a los “escorpiones” de la globalización. Están, en fin, los que en vez de un funcionario comprometido con la tolerancia, la pluralidad, el autocontrol, la adopción de checks-and-balances, escogen al indignado, al salvador; un líder “con carácter” en tiempos de lucha extrema entre el bien y el mal. Inmersos en la amenaza global -parecen alegar estos paisanos- nuestra “insuperable” tragedia demanda de esa cruzada y de sus radicales remedios.

Presos de la emboscada de lo binario -especialmente naturalizada en días de sobresalto, desconfianza e hiperemocionalidad- cuesta mucho apreciar puntos de equilibrio. El pensamiento abstracto ha terminado redondamente desbancado por la simplificación de la realidad, un efugio útil y persuasivo. A eso sumemos que en el terreno político, la binarización propone también la más poderosa y digerible de las oposiciones: la de dos identidades no sólo enfrentadas, decía Laclau, sino definidas a sí mismas en función de ese enfrentamiento. Barrida por el excluyente forcejeo, la identidad centrista suele pelear entonces con la irrelevancia. Una injusta sepultura para la imaginación y sus profundizaciones.

Pero a contrapelo de la mutilación de alternativas, de esta suerte de alienación auto-impuesta, están también los que reconocen en el ser humano una condición que rehúye las simplificaciones. La “contradicción interna es una de las características de nuestra naturaleza”, afirmaba Émile Durkheim. “Siguiendo la fórmula de Pascal, el hombre es, a la vez, “ángel y bestia”, sin ser exclusivamente ni lo uno ni lo otro”. La idea del Homo duplex nos remite a una relación de complementariedad, no de supresión, no de reemplazo de la diferencia.

Incorporar a la perspectiva esa perenne discrepancia que vive y se gestiona dentro de nuestros propios laberintos, podría ayudar a moderar el apego por las dicotomías, a refrenar la multiplicación de feudos binarios y simplificadores. Sabemos, sin duda, cuán arduo es competir contra la tentación de no pensar, de no sufrir, de ser contenido por el arrullo de los mantras, de no desgastarse en el esfuerzo de dilucidar opciones diversas para poder elegir, libre y efectivamente. Negar la dificultad no implica superarla, sin embargo. Esa mentira feliz que vende el populismo no dura lo suficiente como para abolir la evidencia de sus dañosos, invalidantes designios.  

@Mibelis

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