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La edad de la oscurana

La Real Academia de la Lengua Española, espléndida a la hora de barrer las sombras de la ignorancia o la duda, refiere: “Obscurantismo: (del francés “obscurantisme”: de “obscurant “, que oscurece) Oposición sistemática a la difusión de la cultura./ Defensa de ideas o actitudes irracionales o retrógradas”. No en balde uno de los períodos de mayor adormecimiento cultural de la historia, ese que prosiguió a la disolución del imperio romano –la edad media- dio pleno sentido al uso del término. Entonces, bajo el omnímodo poder de la iglesia cristiana, la imposibilidad de cuestionar los dogmas religiosos -esa “verdad revelada”, refractaria a la crítica o a su comprobación- se vuelve piedra de tranca para el progreso. A contrapelo del impulso de las grandes civilizaciones de la antigüedad, el medioevo metió el freno antes de hundir a Europa en tremedal de retroceso; algo que impactó no sólo en lo científico, sino en lo político, lo social, lo económico. En tiempo marcado por la visión delirante del Inquisidor, el conocimiento fue confinado al letargo: presa de los claustros, censurado por sedicioso, acaparado por los clérigos, únicos autorizados para manejar los avisperos de la verdad, toda vez que eso les garantizaba el control. Tal como el arte fue forzado a abandonar la mirada profunda de lo tridimensional y adoptar la chata bidimensionalidad, así la tiniebla se instaló en el mundo de los legos para sustituir la claridad, la idea; hasta que la ilustración irrumpió para ajustar cuentas con quienes promovían tanto salto-atrás de la historia.

Vista en perspectiva, la alusión a la era de los hombres oscuros –devotos del olor a chamusquina que despedían las piras, donde por igual ardían libros y brujas- nos desborda con sus insinuaciones. Sufrimos la endémica amenaza del retroceso en un país donde la barbarie hundió sus colmillos hasta el hueso: inversión de valores, descomposición del ethos, ataques a la Academia, empobrecimiento del lenguaje, descalificación de la virtud vs la exaltación del truhán; el hedor asfixiando lo bello, la idealización del atavismo, la destrucción del statu quo, pura antítesis sin pretensión de evolución. La anarquía hecha norma, en fin: “el presente caótico o tumultuoso, el alboroto” propio del espíritu de las revueltas, a decir de Octavio Paz. Como si no bastara el afán de resucitar un modelo que demostró hasta el hartazgo sus falencias, el chavismo profundizó en la sociedad venezolana sus contradicciones, su “desarrollo discrónico” (Graciela Soriano), lo que en pleno siglo XXI y en términos de indefensión frente al entorno, la ha puesto a padecer episodios equivalentes al de la Peste negra.

Sombras, nada más”: pero la oscurana luce peor, si consideramos su versión más mezquina y literal. Hoy, la crisis eléctrica –prima hermana de otras crisis, como la sanitaria o la de alimentación- es advertencia real, concreta, que activa la posibilidad de un apagón nacional. Nuevamente, y tras ser embestidos por las mismas excusas que en 2010 inspiraron la pomposa aprobación de un decreto de emergencia eléctrica, “El Niño” parece haberse salido con la suya. En el tránsito, según denuncia Damián Pratt, la inversión en planes alternativos como los de Planta Centro, Tocoma, Termo Sucre, las plantas cubanas de “generación distribuida” o las termoeléctricas de Sidor, se disipó sin resultados: otro capítulo trunco en la historia de esa “Venezuela potencia”, cada vez más distante y sobrevendida. Así, mientras el progreso foráneo transcurre como una brumosa referencia, pareciera que acá estuviésemos todavía presenciando la desigual batalla de la naturaleza contra las arduas, inútiles bregas del “buen salvaje” rousseauniano.

La repetición del error impone condenas previsibles. En sistemas negados a la apertura, orientados por la precaria y bidimensional lógica del colectivismo, lo usual son estos corolarios signados por la administración de la escasez, no de la riqueza. Preocupa por eso que en medio de una crisis sin precedentes, las medidas de racionamiento sólo terminen imponiendo curitas de mala calidad. Ahora, la aplanadora se enfila hacia los centros comerciales: y con ellos, terminarán arrasados los puestos de trabajos, la posibilidad de adquirir bienes y servicios básicos o de disfrutar de espacios vitales para el ocio y el entretenimiento, como teatros y cines. Claro, ante la conveniencia de endilgar toda la culpa de la debacle a los pecaminosos excesos del consumismo, poco importa que también se apague la cultura.

A merced de esta regresión que empantana lo divino y lo profano, de “esta oscurana que vamos siendo” -como escribe Jaqueline Golberg- nada se salva de ser apagado. ¿Somos acaso castigados por una especie de política de “tierra arrasada” destinada a despojar al adversario de todo lo que pudiera serle útil; y quebrar su voluntad, amedrentarlo? Quién sabe. Hay allí otra sombra por despejar: entender si quien opta por esa táctica –un adicto del retorno- tiene claro que avanza, o se retira.

@Mibelis

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