La «diáspora»
Del humus de la secular tiranía, que condensaba toda nuestra historia, surgieron los brotes de lo que sería el período más productivo y provechoso de la historia venezolana, el clímax de su medio milenio de vida: el Pacto de Punto Fijo y los cuarenta años de historia democrática. De los cuales, los mejores fueron sin duda los veinte primeros de la fundación de la democracia luego del ejemplar acto de rebeldía popular del golpe cívico militar del 23 de enero. Fueron los primeros veinte años más apegados al acontecimiento germinal del que ya habían transcurrido treinta años: la rebeldía antigomecista, los sucesos de los carnavales de febrero y la conformación de la que sería conocida como “la generación del 28”. Todo lo que llegáramos a ser como Nación se lo debemos al impulso creador y visionario de esos padre fundadores. Desaparecidos, desaparecieron nuestros mejores espíritus.
Los molinos de los Dioses muelen despacio, hubiera podido repetir, parafraseando a Homero, más de algún analista de esos extraordinarios primeros años de democracia venezolana reflexionando sobre la lentitud del despertar. Los años transcurridos entre 1958 y 1976 fueron el súmmum de la inteligencia, la sensatez y la sabiduría de una élite política que creó, sobre las bases estructurales del Estado, la Revolución de octubre y el desarrollismo del general Marcos Pérez Jiménez, lo que llegaría a ser nuestra sociedad civil, el Estado de Derecho y el conjunto de instituciones conocido como República de Venezuela. Con el aporte poblacional de la selecta inmigración de mano de obra especializada, técnica, profesional y académica llegada de Europa a mediados de siglo, se levantó sobre la frágil y polvorienta ruralidad heredada del Siglo XIX la Venezuela pujante, civilizada, desarrollada y democrática que se situó a la cabeza del continente traspasando la mitad del siglo XX. Fue el súmmum de nuestra civilidad, el eclipse del militarismo caudillesco y el despliegue de la democracia. Hasta entonces, nada hacía presagiar el desastre. E incluso esa crisis de pueblo que denunciara Mario Briceño Iragorry en su Mensaje sin destino, parecía encontrarse en trance de superación.
Para nuestra inmensa desventura los encuentros de los aportes civilizatorios venidos de fuera y las tendencias profundas de la Venezuela heredada no cuajaron en una realidad que asumiera el espíritu ahorrativo y laborioso, el empeño, el sacrificio y la disciplina tan propios de los pueblos de los que emergieran nuestras oleadas de inmigrantes. En la pugna de influencias triunfó el hedonismo, el facilismo, la ley del menor esfuerzo, gratificada y favorecida por la inusitada bonanza petrolera de los setenta.
Ante el primer gran conflicto nacional, que puso a prueba nuestra identidad como pueblo y nuestra fortaleza institucional como Nación, la nueva Venezuela, surgida de la mitad del siglo como producto de los esfuerzos de la generación del 28, cayo rendida, inerme y sin mayores reacciones ante la Venezuela rural, caudillesca, militarista, analfabeta y retrasada, aconchada en el fondo de los cuarteles y favorecida por las oleada de inmigración subdesarrollada llegada a engrosar las mesnadas de la barbarie. Usándolas como carne de cañón a falta de proletariado, del fondo de nuestro retraso ha emergido como en son de venganza, al redoble de los tambores de la guerra de clases auspiciada por el castrocomunismo invasor, la Venezuela de las montoneras. El delirio del despilfarro, la barbarie y la muerte. Junto al militarismo caudillesco, golpista y retrasado, esas mesnadas constituyen el mayor escollo para el reencuentro de Venezuela consigo misma.
La cosecha en hombres, en cultura, en inteligencia y profesionalismo de esa Venezuela moderna en cambio, en su inmensa mayoría, no ha resistido la prueba y se ha regresado a los confines de donde vinieran sus progenitores. Cientos de miles de hijos y nietos de inmigrantes han rehuido la responsabilidad de responder al desafío de la barbarie. Y en lugar de enfrentarla, han preferido, como resulta lógico dada la fragilidad del compromiso generacional, seguir su camino en donde las condiciones no les son adversas. Volviendo, incluso, al lugar de donde vinieran sus padres.
En una sociedad globalizada a extremos planetarios, en la que nuestros hijos se crían bebiendo a través de Internet, los medios televisivos y la cultura del entretenimiento las fuentes de esa globalización como si fueran propias, es casi natural que desaparezcan los compromisos nacionales. De modo que resulta casi irracional lamentarse por la inmensa fragilidad y evanescencia del venezolanismo. Miami está muchísimo más cerca de un caraqueño, que Tucupita o San Fernando de Atabapo. Y Madrid o Paris que Turmero o San Juan de los Morros. ¿Qué familia de clase media venezolana no se ha desperdigado por el mundo, ante el primer envión de la dictadura? ¿No es una clara señal de la enorme fragilidad de los lazos comunitarios, de la escandalosa debilidad de los compromisos existenciales con el país y nuestra cultura, de nuestra frágil identidad?
Uno de los resultados más evidentes de esta ruptura existencial del país con su gente es que afecta, esencialmente, a la Venezuela democrática y civilizada y debilita las fuerzas de la defensa y recomposición de nuestros mejores logros. Los sectores marginales, cooptados por el militarismo autocrático y el castrocomunismo que aún hoy, tras los mayores desastres del régimen y las más dolorosas penurias siguen respaldando a quienes dirigen la satrapía, no son los que se van de Venezuela a engrosar las filas de la autocalificada “diáspora”. Son los que consolidan los bastiones de la dictadura, así sean sus principales víctimas.
No pienso en ese millón de votos flotando en la Gran Vía, en Saint Germain, en la Quinta Avenida o en Fort Lauderdale. Pienso en esa masa crítica, actuante y emancipada, capaz de comprender que sin rebelión no hay libertad y sin lucha no hay democracia. Y que en lugar de estar dirigiendo el combate nos envían sus mensajes de bien pasar, buenaventura y bonanzas por Facebook.
Malos tiempos para Venezuela. Muy malos tiempos para la esperanza. I wish you were hier.