¡La confianza no ha muerto!
El presidencialismo como conductor de la confianza partidista y el parlamentarismo como fórmula de retorno. Una revisión institucional de nuestras democracias.
Reiterar que las causas de la desconfianza hacia los partidos han sido la corrupción, los altos niveles de desigualdad, la pobreza y demás dificultades que, hoy por hoy, siguen siendo el común denominador del sur y centro del continente, no resultaría muy provechoso [1]. Al margen de tan lamentables entornos, tenemos que negarnos a creer que la realidad no apremia un análisis más reflexivo, sin desconocer, por supuesto, que aquellas circunstancias juegan un papel preponderante en la pérdida de la confianza. Hay que echar una mirada a nuestra institucionalidad.
En un breve ejercicio de abstracción, nos formulamos una pregunta: ¿en dónde está depositada la confianza que correspondió a los partidos? Si se pretende retornar algo, lo que habría de advertirse en principio es en donde se encuentra o tan siquiera saber si existe. Por suerte, pareciera que la confianza no ha desaparecido [2]; el punto es que aquella ya no se encuentra en los partidos, pues se ha instalado en otro actor del espectro democrático. Alguien se ha encargado de cooptar esa confianza y algo de reconducirla en una dirección equivocada. Ese algo que guía ha sido un modelo presidencialista [3] que ruega por una trasformación y esos alguien que han recibido aquella determinación y confianza han sido los liderazgos ingentes que en medio de la profunda inequidad se han adueñado de la esperanza. Es algo así como una resurrección mesiánica del caudillismo.
La estructura democrática esta instituida alrededor de una figura y de un poder que parece omnipresente: el presidente. Y aun cuando la incapacidad de los partidos de materializar los intereses de quienes representan influye en el debilitamiento de la confianza y en que aquella se extrapole a liderazgos cuyas banderas son la negación misma de la política [4], hay que agregar que el modelo presidencialista enquistado en la región latinoamericana no conduce a la constitución de democracias partidistas sólidas. Este sistema es el verdadero causante de una dispersión de aquella confianza, pues alrededor de aquel se edifican liderazgos que muestran la potencialidad de transformar al margen de los intereses representados por la voluntad parlamentaria [5].
Aquellas personalidades que han aparecido a lo largo de las últimas décadas no son coincidencias ni obedecen a simples inflexiones históricas y descontentos alrededor de la ineficiencia de la representación partidista. Son producto de una institucionalidad que conduce la confianza hacia el personalismo a raíz de la atribución desmedida de competencias y poderes a la figura del presidente, que generan expectativas en torno a opciones de representación distintas a los partidos políticos.
Es hora de plantearnos reformas profundas de los sistemas democráticos en Latinoamérica, pues la forma de retornar aquella confianza que en buena medida reposa en los liderazgos que nacen incluso al margen de los partidos, es fortalecer lo que debiera posicionarse en la sima de la pirámide democrática: el parlamento. Y eso permite concluir, que quizá un modelo semiparlamentario, tendría que ser el camino que comiencen a recorrer las naciones latinoamericanas, desescalando la figura presidencial de aquel pedestal y permitiendo, a su vez, que la esperanza de transformación también sea posible desde el Parlamento y que sean objetivos atractivos de la confianza por su incidencia en el panorama democrático. Esto constituiría un paso importante (no el único) en la consolidación y retorno de aquella credibilidad perdida y radicada en aquellos liderazgos.
Todo ello, teniendo en cuenta que ante la realidad de América Latina, que la hace proclive, por sus deficiencias e historia, a estas pérdidas constantes de la confianza en la democracia de partidos, se hace necesario construir una institucionalidad vigorosa que permita garantizar amplios márgenes de representación con una fuerte figura parlamentaria y una cabeza del ejecutivo mucho más discreta. Pues si se posibilita la labor de canalizar las incertidumbres en la figura presidencial y se permite que la confianza pueda extrapolarse hacia figuras que desbordan la institucionalidad, no habría retorno alguno de aquella confianza hacia los partidos por la frágil significación del parlamento.
La institucionalidad tiene que estar diseñada de tal manera que la ciudadanía se vea avocada a buscar soluciones en medio del escenario partidista, de modo que, cada vez que surgiere una disminución de la confianza, aquella tuviera una mermada posibilidad de afincarse en un liderazgo personalista y más bien hallare la opción de buscar otro movimiento que congeniara más con aquellos déficits de representación que desataron la disminución de la confianza. Pero ello solo es posible si la figura central del esquema democrático reside en el Parlamento y no en la Presidencia.
Quizás es un poco aventurado pretender explicar en tan cortas líneas la articulación de cada uno de los conceptos y realizar afirmaciones que requieren un análisis más profundo de las particularidades de cada democracia, pero esta es la alternativa: abrir el debate en relación con las obligaciones de la institucionalidad democrática.
Bibliografía
ARENDT, Hannah (2003). Conferencias sobre la Filosofía Política de Kant. Introducción, edición y ensayo interpretativo de Ronald Beiner. Barcelona: Paidós.
ARENDT, Hannah (2001). ¿Qué es la política? Barcelona: Paidós.
PEREIRA Porto, Mauro. (2000): «La crisis de confianza en la política y sus instituciones: Los medios y la legitimidad de la democracia en Brasil», América Latina Hoy, vol. 25, agosto. Universidad de Salamanca, España.
NINO, Santiago (1990). «El presidencialismo y la justificación, estabilidad y eficiencia de la democracia», Revista Propuesta y Control, septiembre-octubre, pp. 39-56.