La camiseta de Peña Nieto
En el transcurso de la semana que corre se levantarán y aparecerán las encuestas trimestrales, anuales y bienales sobre el desempeño del gobierno de Enrique Peña Nieto, sobre su popularidad y aprobación, y sobre las principales preocupaciones de la sociedad mexicana a propósito de la situación económica y de la seguridad.
Salvo un milagro, o que no se realicen o publiquen hasta más tarde, a petición del gobierno o de los medios que las patrocinan, dichas encuestas saldrán desastrosas y distorsionadas. Desastrosas, porque con un par de meses como los últimos dos, ningún gobierno puede librar bien el juicio inmediato de la opinión pública: le cobra todo, lo suyo y lo ajeno. Distorsionadas, por la misma razón por la que los sondeos efectuados inmediatamente después de la detención de Elba Esther, o de un triunfo o fracaso de la selección de futbol, por ejemplo, reflejan el sentimiento del momento, no una evaluación más ponderada de la gente.
Los colaboradores de Enrique Peña Nieto las disecarán con el cuidado que merecen. Lo harán entre ellos, como acostumbran, con algunos de sus amigos, y con el público a través del spin de sus expertos, y de sus columnistas y editores afines. No sé qué provecho extraigan. Pero tal vez les sirvan para llevar a cabo una lectura diferente de los resultados electorales de los últimos 17 años; una mirada apriista, sino antipriista.
Lo he escrito varias veces, pero nunca sobra repetir las buenas ideas. Desde 1997, excluyendo los votos de sus aliados paleros como el Partido Verde, el PRI obtiene la tercera parte de los votos en México. Cuando uno de los candidatos perdedores se desploma —por anacrónico (2000), por impresentable (2006), por inviable (2012)— gana el candidato no priista (Fox, Calderón), por un margen exiguo, o gana el PRI, con una ventaja semejante. Pero eso no quita que las dos terceras partes —o más— de los mexicanos no votan por el PRI, ni con pésimos candidatos —Roberto Madrazo— ni con excelentes candidatos —Peña.
De allí una disyuntiva con dos salidas, valga la redundancia. O bien un presidente procedente del PRI enfatiza, subraya —se vanagloria de— su filiación priista, con lo cual consolida a su base —entre 30% y 38% del voto— pero abdica de cualquier posibilidad de ampliarla. O bien se dedica a ampliar su base, renunciando a los ritos, los usos y costumbres —importantes o solo frívolos— de su partido, desde hace tres cuartos de siglo. En el primer caso, exacerbará el antipriismo de sus adversarios —ver la calle de la Ciudad de México y de muchas urbes hoy— pero conservará a sus adeptos; en el segundo, puede no ganar a otros partidarios, y perder a los suyos. Nadie dice que se trate de una alternativa fácil; más bien de diablo. Si no fuera por el chip priista de Peña, la apuesta lógica, no carente de riesgos, desde luego, sería la segunda: el PRI sirvió para ganar, pero entre más subraya su fidelidad al mismo, más enajena a dos terceras partes del electorado. En el fondo, los desaforados de las manifestaciones no quieren que se vaya Peña; quieren que desaparezca el PRI. ¿Qué tal si Peña se quita la camiseta?