La cadena de favores
Supe de la “cadena de favores” cuando un amigo me contó que hace años, cuando necesitaba hacer un pago por unos servicios médicos para su esposa, un cliente que estaba sentado frente a él oyéndolo hablar –y viendo su cara de preocupación- sacó su chequera y le hizo un cheque por el monto que necesitaba. Él lo rechazó con amabilidad, pero el cliente le dijo: “por favor acéptalo. Esto es parte de una cadena de favores”. Ante la insistencia de mi amigo de que él tenía manera de conseguir el dinero, su cliente replicó: “ni siquiera me lo vas a devolver a mí… lo vas a hacer por otro. Yo fui beneficiado de igual manera por una cadena de favores y no te imaginas la felicidad que eso me ha traído… creas nexos con quienes ayudas y con quienes te ayudan. Y no es que ayudas o te ayudan una sola vez: es una cadena sin fin…”
Este tema lo saco a colación porque con la emergencia suscitada por la escasez de medicamentos de consumo masivo, las “cadenas de favores” espontáneas surgidas en las redes sociales son una razón para llenarnos de esperanzas de que no todo está perdido. La solidaridad que se revela en las personas que de buena voluntad se movilizan a buscar remedios desaparecidos de los anaqueles de las farmacias y droguerías hace meses y de quienes están dispuestos a compartir los que tienen en sus casas porque alguien los toma, es realmente conmovedor y loable.
Mi hija sufre de distonías y debe tomar un remedio tres veces al día. Hace casi tres años –esta escasez de hoy no es nueva, sino más profunda- pedí el remedio por Twitter, Facebook y por la lista de contactos del correo electrónico. Una señora a quien no conozco le pidió mi teléfono a un amigo en común. Me llamó a decirme que ella podía compartir el remedio porque su mamá también lo tomaba y me regaló dos cajas, que nos dieron un respiro hasta que me trajeron el medicamento de Colombia. Hace poco menos de un mes lo necesité nuevamente–dos cajas que tenía en reserva desaparecieron de manera misteriosa (increíble que los remedios pasen al rango de cosas “robables”)- y lo pedí por Twitter. La cantidad de respuestas recibidas fue impresionante. La mayoría de personas que no conocía, que se movieron de manera desinteresada a encontrar el remedio para mi hija.
Pero no solo fueron esas veces: luego necesité calmantes para mi madre que agonizaba, también los conseguí y regalados. El muchacho me los trajo hasta mi casa y no permitió bajo ningún concepto que se los pagara. Recientemente ayudé a conseguir un anticonvulsionante para el hijo de una amiga a través de un señor de Barquisimeto, quien me mandó su teléfono por Twitter. Lo llamé y cuando le pregunté el precio, su respuesta fue “se los regalo con gusto porque sé que van a ayudar a alguien que lo necesita”.
En una país donde todos sospechamos de todos. Donde nos hemos vuelto fríos y hasta insensibles. Donde convivimos a diario con historias de terribles asesinatos, sicariatos, secuestros y robos, emociona que todavía haya personas que no se han dejado llevar por esa ola de cinismo que nos arropa como sociedad y están dispuestas a ayudar, de manera desinteresada y sobre todo, generosa, a alguien en necesidad.
Eso significa que todavía existe una reserva moral importante que sacaremos cuando esta revolución de “las mediocridades engreídas y nulidades consagradas” (Romerogarcía dixit hace cien años) finalmente caiga por el peso de su propia ineptitud y corrupción.
En ese momento, necesitaremos que se activen todos los que de manera consciente, como mi amigo al principio de esta crónica, o de manera insconsciente –quienes ayudaron a su prójimo sin conocer que existe una cadena de favores- para ayudar a reconstruir un país hecho añicos. En ese momento necesitaremos sacar lo mejor de nosotros para sacar lo mejor del país.
Mandela entendió que la reconciliación era la única vía para salvar a un pueblo dividido y a las puertas de una guerra civil. Gente generosa, ¡prevenida al bate!