La alquimia del desarrollo
El reciente premio Nobel del Economía otorgado al británico-estadounidense Simon H. Johnson, al turco Kamer Daron Acemoğlu y al británico Alan Robinson por demostrar que “una de las explicaciones de las diferencias en la prosperidad de los países son las instituciones sociales que se introdujeron durante la colonización”, sirve de excusa para repasar las teorías de la llamada antropología del Estado, y cómo la democracia liberal sigue mostrando el camino menos traumático, más directo y equilibrado para garantizar el desarrollo inclusivo. Si bien la democracia “no es una panacea”, como reconoce Acemoğlu, el trabajo de estos autores ha ofrecido argumentos sólidos para pensar que “el tipo de crecimiento autoritario es más inestable y no suele conducir a una innovación muy rápida y original”; esto debido a la falta de instituciones integradoras que garanticen la participación libre y plural de los distintos actores sociales.
No es difícil percibir allí la continuidad y evolución de la corriente de pensamiento que en 1776 inauguraba Adam Smith con “La riqueza de las naciones”, al preconizar un “sistema de libertad natural” resultante del libre ejercicio del interés individual cuyo despliegue, incluso sin proponérselo, redundaría en bien común en cuanto a la solución de problemas colectivos. Dicha corriente cobra un renovado impulso con el institucionalismo histórico de Douglas North (1993), y se enriquece en este caso con las nociones de crecimiento innovador y destrucción creativa que propuso Schumpeter en 1912. El tema de las razones del desarrollo de los países, está visto, no es nuevo, pero no por ello ha dejado de inspirar los debates de especialistas. De allí que, como respuesta a generalizaciones u omisiones de ciertas “anomalías históricas”, no falten cuestionamientos para las tesis que ofrecen punto de partida a trabajos como Por qué fracasan las naciones (Acemoğlu y Robinson, 2012). Allí, por ejemplo, los autores preveían que un país como China no podría mantener su crecimiento económico en el largo plazo. Luego de más de una década desde su publicación y con la irrupción de la pandemia operando como una de las variables que introdujo más imprevisibilidad, incertidumbre y volatilidad a estos escenarios, el propio Acemoğlu admite que China ha planteado un “pequeño desafío” a sus argumentos, en especial si se considera la inversión que hoy hace este país en campos innovadores como la IA y los vehículos eléctricos.
Dicho desafío, sin embargo, no resta vitalidad y relevancia a esta y otras exhaustivas investigaciones del trío animadas por similar premisa y metodología, ni desestima la idea de que existe una mayor probabilidad de que los países desarrollen instituciones adecuadas cuando tienen un sistema político plural y abierto, con competencia entre diversos actores y una ciudadanía amplia y con capacidad de elegir y apostar por nuevos liderazgos. Por ende, el fracaso estaría vinculado a instituciones políticas y económicas que, amén de obstaculizar la redistribución del poder, se anquilosan o no logran adaptarse y responder eficazmente al vértigo y la liquidez de los tiempos.
Esto luce especialmente significativo si se piensa en la desigual e inestable situación latinoamericana, la tendencia a favorecer liderazgos y proyectos mesiánicos, “iliberales”, y eludir los círculos virtuosos: otro espejo de la crisis global de la democracia. Países con democracias funcionales y bien valoradas, con capacidad de adaptación y de mejora de sus sistemas como Uruguay, Costa Rica o Chile, por ejemplo, puntean con índices de prosperidad y de Desarrollo Humano (IDH 2023-2024) que por contraste dejan muy mal parados a vecinos con instituciones extractivas como Cuba, Haití, Nicaragua o Venezuela. “En todo momento y lugar, las personas poderosas siempre procuran hacerse con el control total del gobierno, menoscabando el progreso social en favor de su propia codicia”, reflexionaba al respecto Simon Johnson. Y concluía de forma categórica: “ejerza un férreo control sobre estas personas mediante una democracia efectiva o vea cómo fracasa su país”.
Como complemento de estas posturas, aparecen obras más recientes como Poder y progreso (Acemoğlu y Johnson, 2023), enfocada en el impacto que, a lo largo de los últimos mil años, ha tenido la innovación tecnológica en el desequilibrio del poder y la consecuente generación de desigualdad social. Pero más específicamente en El pasillo estrecho (Acemoğlu y Robinson, 2019) encontramos una refrescante perspectiva en relación ese frágil equilibrio que nace de la tensión y lucha entre Estado y sociedad. Único medio, nos dicen estos expertos, para que la libertad surja, espolee y consolide los procesos de evolución social.
La libertad, nos recuerdan los autores, no figura como rasgo distintivo de la asociación humana a lo largo de la historia. Esta resulta, por el contrario, un bien escaso, sofocado bajo el peso de la fuerza, las costumbres arraigadas, las jaulas de normas. De cara al desarrollo en el siglo XXI, la solución nunca podrá ser volver sobre los pasos del todopoderoso y despótico Leviatán hobbesiano que surge para abolir “el miedo continuo y el peligro de muerte violenta”, por supuesto. Pero tampoco anular o desestimar la pertinencia del Estado como resulta del moderno contrato social, pensado para proteger a los individuos y garantizar sus derechos. Esto es, un “Leviatán encadenado”: ora facultado para diseñar y aplicar políticas públicas o animar la gobernanza democrática, ora alejado de la vocación exclusivamente carnívora del poder gracias a los límites puestos por instituciones sensibles al cambio y por ciudadanías de alta intensidad.
La reflexión de marras nos lleva a preguntarnos de qué hablamos cuando nos referimos a un Estado fuerte o débil, robusto o fallido, eficiente o insuficiente. En este como en otros puntos, quizás la perspectiva condicionará las respuestas, sobre todo si quien califica es el dueño circunstancial del poder. Por eso importa destacar que sin esa piedra filosofal, el ingrediente de la libertad como principio de toda alquimia del desarrollo, la calidad de la capacidad estatal para garantizar prosperidad e inclusión puede verse comprometida significativamente.
Sobre la base de esa aspiración básica de cualquier ser humano, la posibilidad real de actuar sin coacción y librarse de “la violencia, la intimidación y otros actos degradantes” como reconocía Locke, toca repensar la relación con un Estado cuyas atribuciones deben estar en las antípodas de la guerra contra sus ciudadanos. Nos consta: esa existencia “solitaria, desagradable, brutal y corta” que según Hobbes sería conjurada por el Leviatán, suele persistir a cuenta de gobernantes indiferentes a la sociedad, y que se ven a sí mismos como “poderosos”. De allí esta necesidad de no prescribe, el vínculo entre eficacia política, gobernabilidad democrática y virtud. Estados que crean incentivos económicos, capaces de “hacer cumplir leyes, controlar la violencia, resolver conflictos y proporcionar servicios públicos”, pero siempre dominados y auditados “por una sociedad asertiva y bien organizada”.
@Mibelis