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La alegría y la esperanza contra el odio y el desprecio

Lo que más dice odiar Donald Trump de Kamala Harris es su alegría o, más específicamente, su manera franca de reírse, con todos sus dientes blancos, sanos, y con la boca abierta. Desprecia también su apariencia (dice que él se viste mejor y es mucho más guapo que ella), el corte de su ropa y, sobre todo, el color de su piel. La acusa de no declarar claramente si es asiática o negra. Y ella, que es ambas cosas (hija de una bióloga india y de un economista jamaiquino, ambos catedráticos e investigadores universitarios de muy alto nivel), pero que no se pone esas ridículas y racistas camisetas de I am Black, I am Asian, I am Arian o I am White, le responde con una carcajada y con un eslogan chovinista de los que Trump creía ser el único dueño: I am American.

Y no es que Kamala Harris se avergüence de su origen negro o asiático. Le recuerda a su adversario que, si se cree en el verdadero sueño americano eso no debería importar, pues lo fundamental es ser seres humanos, y que en ese país la promesa ha sido que, aunque seas hija de padres inmigrantes de color, es posible llegar a ser la primera vicepresidente mujer de EEUU y, ojalá también, la primera presidente mujer del país más poderoso del mundo.

La campaña de Trump se había basado, en un principio, en ataques personales contra Joe Biden: sus años, su tartamudez, sus caídas, su temblor, los achaques de la edad, las lagunas mentales que al presidente le habían venido con los años. En esos ataques teñidos de edadismo había gastado cientos de millones de dólares; las burlas audiovisuales ya estaban listas; y ahora se ve obligado a tirarlas a la basura porque ya no le sirven para nada.

A Trump, en su absoluto egoísmo, no se le había ocurrido que alguien pudiera renunciar a sus intereses personales. En cambio así fue. Y ahora, de repente, la torta se le ha volteado gracias a un acto verdaderamente democrático de Biden: poner al país por encima de sus ambiciones individuales. Bill Clinton, en su discurso del martes en la Convención Demócrata (luego vendrían los más serios e inspiradores de Michelle y Barack Obama), le devolvió el golpe al recordarle que él mismo, un jubilado desde hace ya veinte años, es incluso dos meses más joven que el vejete Trump. Y aquí hubo una carcajada unánime, con esa risa franca y justiciera que Trump tanto abomina. El que se burlaba del viejito Biden se ha vuelto de repente el menos joven, el candidato más anciano de cuantos haya habido. Eso les pasa a todos los que se burlan de los viejos: olvidan su futuro irremediable.

Y algo aún más interesante: Trump siempre ha tenido una actitud desdeñosa, de superioridad machista y de acoso sexual contra las mujeres. Las ha usado, magreado, sobornado, despreciado. Y ahora se enfrenta a la némesis maravillosa de que quizá una mujer, y además una mujer de color, le gane las elecciones. Es difícil saber a estas alturas si esta maravilla puede ocurrir o no. Pero si ocurriera sería la mejor enseñanza que se le puede dar al mundo entero. Una lección, además, de las mejores: una lección de alegría y esperanza, de la risa contra la mueca de desprecio y odio, de la empatía, el cariño y el optimismo frente a la prepotencia y el desprecio.

Trump ya no sabe por dónde aplastarla. Le dice liberal y antisemita, pero Kamala, muy risueña, abraza a su marido judío. Y ya va siendo hora de que la palabra “liberal” deje de ser en EEUU un insulto.

Hay momentos, incluso en la mezquina y traicionera arena política, en que esta nos colma de una nueva esperanza completamente inesperada, sobre todo por llegar en estos momentos tan oscuros del mundo. Kamala Harris nos recuerda, con su fuerza y su ánimo de justicia y concordia, lo amable y dulce que puede ser la vida: un instante fugaz con lágrimas y risas de alegría, una grandiosa y única experiencia que muy bien descrita por el poeta Eloy Sánchez Rosillo: tan alegre, tan triste, tan intensa como todo lo hermoso.

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