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La agonía del triunfo

¡Ah, esposa! Tengo el alma llena de escorpiones” confiesa un desfigurado Macbeth -monstruo por dentro, monstruo por fuera- a la bella “compañera de grandeza” en la que se mira como en un trizado espejo. ¿Dónde la virtud renquea frente a la tentación de lo turbio, en qué esquina las almas comienzan a ceder para fundirse, en hora última, con el mal? ¿En qué preciso instante la oscuridad comienza a ganar la partida; cuándo la sombra es aceptada sin batallas para que arme tienda definitiva? Las brujas han lanzado su manzana envenenada al que, dicen, está destinado a ser Rey; así la profecía empieza a recorrer camino hacia su fatídico auto-cumplimiento. Si había bondad originaria, esta ha comenzado a corromperse. La hýbris planta su bandera, y todo lo que acarrea es caída, abismo, despeñadero. Puro vértigo shakespeareano. 

Nadie se libra de la mordida. Lady Macbeth, cómplice e inescrupulosa estratega, al final sonámbula e infectada de remordimientos -su mal no es tan banal, después de todo- recorre el castillo. “Todavía está aquí la mancha… aún queda olor a sangre”, pregona con desesperación, mientras se frota las manos: todo lo que ha podido hacer para desplomarse lo ha hecho bien. No bastaron los mimos que la fortuna prodigó al señor de Glamis y conde de Cowdor, ni asegurar con crimen brutal la corona de Escocia; el pacto con lo siniestro la lleva a alentar una imprudencia tras otra, a perderse en el cieno de su lujuria, sus desordenados apetitos y contradicciones.  

Culpa estructural. Miedo. Repetición de patrones. Melancolía, auto-aniquilación y ruina. Es el sino del carácter de quienes fracasan al triunfar, sentencia Freud; de aquellos enfrentados al cumplimiento de un deseo que antes les resultaba prohibitivo, despojados por tanto de la fantasía largamente alimentada, inhabilitados para el goce cuando la presencia simbólica de la muerte resuelve cerrar el ciclo, la elipsis, la satisfacción inexacta y siempre por verse. “No se goza, todo es pérdida si el deseo se logra, pero no contenta. Siempre es más seguro ser lo que se mata que tras esa muerte vivir una dicha dudosa”, rumia Lady Macbeth, botín precoz de la negrura que se avecina. 

Topamos con una paradoja que el psicoanálisis disecciona con bisturí implacable, esa angustia que aparece en los individuos no precisamente cuando algo les ha sido negado, sino lo contrario, cuando ese algo les es concedido. Un examen bajo el lente maquiaveliano, incluso (y asumiendo que Macbeth y su insomne dama han considerado necesario “entrar en el mal”, transitar “un camino de perversidades y delitos” y desconocer todo principio de piedad, fe o humanidad para concretar su afán de poder) nos revela cómo la abrumadora falta de virtù a la hora de tomar decisiones convierte a la pareja, además de objeto de su propio descomedimiento, de su falta de contención, en una víctima de la torpeza para gestionar y preservar sus conquistas. Así, la muerte -en una, por mano propia; en otro, prácticamente urdida por el marrullero vaticinio de la brujas- habría sellado de antemano sus destinos.  

Éxito y enfermedad, triunfo y melancolía; he allí el diagnóstico de una estrafalaria relación causal que, llevado a la arena procelosa de la política venezolana, quizás ayude también a entender por qué algunos avances no terminan de amarrar logros sostenibles. A lo mejor no es tan descabellado presumir que en nuestro caso, esa patológica angustia, esa inhibición que surge de avizorar la posibilidad real de alcanzar por fin lo que se buscaba, haya atajado ex-ante ciertos ímpetus; eso mientras en la otra acera, el frenazo es estrujado por un adversario siempre dispuesto a armar banquetes con las sobras.  

Luego de todo el esfuerzo que para la oposición democrática significó acumular liderazgo y hacerse de una nítida y útil mayoría política, ¿acaso no es desconcertante ver cómo se ha decidido darle la espalda a ese capital en medio de un juego perverso de nominalización, inanidad, evitación de riesgos, abstención, culpa forjada (la supuesta condena de la comunidad internacional) y evasión anticipada de frustraciones? Tan inesperado abatimiento no guarda ninguna relación con la lucha por el poder (del Estado) que no se tiene y al cual, lógicamente, se debería aspirar; motivación y designio que, como bien señala Max Weber, constituyen la razón de ser de la política.  

Pero con nuestros peores enemigos a cuestas -esos escorpiones que invaden el espíritu, que acechan e inoculan su ponzoña, que nos paralizan desde adentro- difícilmente los éxitos podrán ser identificados y valorados como tales. Qué picadura ingrata, sin duda. La más irracional renuncia cunde entre quienes se acomodaron en la incomodidad, los que fracasan al triunfar; figuras apocalípticas que, como Lady Macbeth, truncan la vía del deseo; y retroceden, se entregan a la agonía, se solazan en la debilidad, deliran y caen justo antes de abrazar una dicha que, aparentemente, no son capaces de soportar.

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