Insurrección
Venezuela vive uno de los momentos más dramáticos de su historia. Ya nadie lo puede negar: ha estallado la insurrección nacional en contra de la dictadura militar de Nicolás Maduro.
La fase insurreccional, vista en retrospectiva, estuvo precedida por dos fases previas. La primera fue la de un movimiento político y social cristalizado en torno al Revocatorio. La segunda la de la lucha por elecciones regionales y/o generales. La tercera -la que hoy tiene lugar- corresponde al levantamiento constitucional y constitucionalista surgido en contra del proyecto de la dictadura por sustituir la Constitución de 1999 (refrendada el 2007) por una constitución corporativa–fascista. Entre las tres fases mencionadas hay una asombrosa relación de continuidad. En gran medida, la una llevó a la otra.
La fase del revocatorio, procedimiento inscrito en la Constitución, fue asumida por la oposición a iniciativas de Henrique Capriles, como única alternativa frente al desconocimiento de la AN por medio del TSJ puesto al servicio de Maduro/ Cabello.
En torno al RR16 comenzó a articularse una inmensa voluntad ciudadana. El robo del RR, a su vez, desató intensas jornadas de protesta en todo el país. Dichas protestas fueron frenadas por el diálogo – más bien dicho, por la zancadilla- propuesto por el Vaticano y los intermediarios amigados por Maduro, hecho que llevó a una desmovilización transitoria de la oposición.
La ciudadanía democrática, sin embargo, al no divisar otra alternativa, comenzó a agruparse a lo largo de la vía electoral. Y nuevamente lo hizo alrededor de sus partidos. Los firmazos para la revalidación impuesta por el CNE adquirieron, al igual que las jornadas por el revocatorio, un carácter masivo. En cierto modo fueron su continuación. Así comenzaría –en contra del CNE y de esa empleada particular de Maduro llamada Tibisay Lucena- la segunda fase del proceso que llevaría a la insurrección surgida en los meses de abril y mayo.
Cierto es que uno u otro extremista de la oposición, incapaz de entender que para contar hasta tres hay que pasar por el dos, asumió –haciendo el juego a Maduro – una actitud contraria a las elecciones. No obstante, de modo inteligente, la mayoría comprendió que en las elecciones residía el talón de Aquiles del régimen. Si llamaba a elecciones –regionales o generales- Maduro estaba condenado a perder. Si no lo hacía, estaba condenado a declararse ante el mundo como lo que es: representante civil de una dictadura militar. Maduro, como cabía esperar, optó por la segunda alternativa. Fue su peor opción. Para decirlo con la letra de la canción de Violeta Parra: “se puso la soga al cuello”
Durante las jornadas por las elecciones tomaron forma las principales demandas del pueblo opositor: libertad para todos los presos políticos, reconocimiento de la soberanía de la AN y apertura de un canal humanitario. El régimen, en cambio, intentando mostrar fuerza, procedió a inhabilitar a Henrique Capriles y a destituir a gobernadores elegidos por el pueblo, sumando aún más reacciones en su contra. Gracias a la vía electoral, nunca abandonada por la oposición democrática, comenzaría a tomar forma la vía insurreccional.
El clamor por elecciones, al ser tan legal y tan legítimo, impulsó una solidaridad internacional que, partiendo desde la OEA y de los principales gobiernos de América Latina, ha alcanzado dimensiones mundiales. Por primera vez los noticieros europeos han dejado de presentar los acontecimientos de Venezuela como una lucha entre la izquierda y la derecha. Desde abril y mayo todos se refieren a la lucha democrática de un pueblo unido en contra de una dictadura militar.
Maduro cuenta solo con el pálido apoyo de organizaciones post-estalinistas como Izquierda Unida, del socialismo pubertario de Iglesias, del socialismo menopaúsico de Ménchelon y en América Latina, del minoritario Evo de Bolivia, del matrimonio Ortega de Nicaragua y de la dictadura militar cubana. Hasta el saliente Correa le dio las espaldas a Maduro, pidiendo elecciones.
Sabiéndose políticamente derrotada, la dictadura decidió patear la mesa. Al hacerlo no solo cerró el camino a las elecciones sino, además, desconociendo a la Constitución de 1999, inventó un mamarracho mussoliniano llamado Asamblea Constituyente Comunal (y militar), destinado a imponerse desde el poder, sin participación ciudadana y sin más legitimación que la que viene de los militares adictos al régimen
El proyecto de la constitución fascista tiene, es cierto, sus orígenes en las fantasías de Chávez y sus proyectos de poder comunal. Pero al parecer, el mismo Chávez, convencido de su inoperancia no se atrevió, pese a la popularidad que gozaba, a dar curso a la Constituyente. ¿Para qué si tenía a las leyes habilitantes que la AN le concedía para gobernar mediante decretos?
Si alguna vez Chávez creyó en el poder comunal, lo concibió como un momento de refundación de la república sobre las bases de una mayoría absoluta obtenida en lídes electorales. Es decir, como la coronación de su éxito y no como un corolario de sus derrotas, como ocurrió con Maduro. De este modo, la oposición, que antes del obsceno anuncio de la Constituyente tenía un carácter electoral, fue transformada por el mismo Maduro en una fuerza insurreccional que hoy exige, definitivamente, su salida.
Desde el 19 de abril ha estallado en Venezuela una insurrección constitucional. Una que, habiendo nacido en la oposición y sus partidos, va mucho más allá, penetrando en barrios, pueblos y ciudades, hasta ayer campos del chavismo. Una insurrección de jóvenes y viejos, de mujeres y de hombres, de días y de noches, de gente de las más diversas ideologías y creencias, de una mayoría enfrentando sin miedo a guardias pretorianas organizadas por el general de esa junta que ha decidido unir su biografía con el destino del régimen: Vladimir Padrino López, co-dictador de Venezuela.
Maduro y su reducido grupo ha perdido definitivamente la lucha política. Su momentáneo poder reside solo en balas disparadas sobre un pueblo inerme. Maduro, Cabello, Padrino-López, los Rodríguez, Escarrá, Isturiz, Jaua, El Aisami, seguirán siendo entes biológicos. Pero desde el punto de vista político ya son cadáveres.
Quizás hubo un tiempo en el cual algunos miembros de gobierno mantuvieron dignos ideales sociales. Pero pronto fueron envueltos en los negocios más turbios (maletines, tráfico de drogas, terroristas colombianos, siniestro ayatolaje, genocidas sirios, pistoleros cubanos, entre otros). Desde el poder hoy matan y siguen matando. Están manchados de sangre. El rojo de las franelas de Chávez ha llegado a ser el símbolo de la sangre derramada por la dictadura de Maduro. Es el color de la clase estatal que hoy domina a Venezuela. En esa clase no hay un solo interlocutor confiable. Ahí reside justamente el problema que deberá enfrentar la insurrección democrática venezolana en un muy próximo futuro.
Toda insurrección necesita, alguna vez, de una salida. Toda salida, a su vez, debe ser negociada por las fuerzas en contienda. Y bien, esa es la alternativa que no se divisa en Venezuela. Cambiando una que otra palabra del conocido dictum de Gramsci, podemos decir que los gobernantes ya no pueden (ni saben) gobernar. Pero los llamados a gobernar, todavía no pueden hacerlo.
La insurrección venezolana atraviesa un peligroso interregno extendido entre un orden que termina y otro que no llega. Dicha discordancia tiene su origen en una muy particular asimetría. La oposición ha derrotado políticamente al régimen, pero ese régimen se sustenta en la violencia militar. En todos los demás terrenos, Maduro y sus secuaces ya no cuentan. Las calles, la cultura, las ideas, las religiones, los liderazgos, las universidades, las instituciones, los sectores populares, todo eso es parte de la oposición. ¿Cómo derrotar a un enemigo cuyo único recurso reside en el crimen organizado desde un estado militar? Esa es la pregunta clave.
Negociar es la única salida, dicen con razón algunos observadores. No obstante, el verbo negociar supone de un predicado y de un sujeto. El predicado responde a la pregunta: ¿qué es lo que se va a negociar? El sujeto, a otra pregunta: ¿con quién se va a negociar?
¿Qué es lo que se va a negociar? O dicho lo mismo en negativo: ¿qué es lo que no se puede negociar? La respuesta es una sola. Lo que no se puede negociar es la Constitución. Pues la Constitución no es solo un montón de leyes. Es la puesta en forma de la nación. La Constitución es la nación jurídicamente constituida. Es por eso que el origen, sentido y objetivo de la insurrección es la defensa de la Constitución.
Visto el problema a la inversa: ¿Qué es lo que la dictadura no está dispuesta a negociar? La respuesta es obvia: el retorno de la validez de la Constitución. Constitución que llevaría directamente a una descomunal derrota electoral del régimen. Diosdado Cabello, con su brutalidad acostumbrada, lo dijo muy claro: “La Constituyente (fascista) no se puede negociar”. Efectivamente: entre dos constituciones, la democrática liberal aprobada por mayoría nacional en 1999 y la constituyente dictatorial-fascista hecha a espaldas de la ciudadanía, no hay ningún término medio. Por lo mismo, no puede haber ninguna negociación. El problema se agrava si tomamos en cuenta el tema del sujeto de la negociación. Pues ese sujeto no es un simple mal gobierno. Estamos hablando, en este caso, de todo un sistema de dominación social, político y económico.
La dictadura en Venezuela, a diferencia de otras habidas en el continente, no es personalista. Maduro no es más que el representante civil de una mafia formada al interior del aparato del estado. En las palabras del profesor Humberto García Larralde, la dictadura está formada por una secta. Efectivamente, parece ser así.
El grupo que controla el poder en Venezuela cultiva formas y ritos propios a las sectas más fanáticas. Por de pronto, la adoración a un padre totémico, en este caso, Chávez. Como en todas las sectas, sus seguidores no siguen el dictado de una ideología o de un programa racional. Cuando hablan de revolución, se refieren a ellos mismos. Ellos son la revolución. Y en nombre de esa revolución, vale decir de ellos, han llegado a creer que todo les está permitido. Cuando saquean las arcas del estado, por ejemplo, lo hacen con buena conciencia pues imaginan ser las representaciones personales de una revolución situada “más allá” de la ley. Es por eso que cuando tuvieron que elegir entre la Constitución de todos y la revolución de ellos, se decidieron en contra de la Constitución. La fidelidad a la Constitución es para ellos igual a traicionar a la revolución. De más está decir que negociar políticamente con esa secta, parece ser, por el momento, una empresa imposible. Esa es la razón por la cual la insurrección en marcha deberá buscar otros interlocutores. ¿A quiénes? Por el momento hay dos:
Uno es la propia sociedad civil, vale decir, el conjunto de instituciones sociales, culturales, religiosas y políticas a las cuales pertenecen muchos ciudadanos chavistas leales a la constitución de Chávez. Eso significa que la insurrección debe continuar el camino que ella misma se ha trazado: pacífico, democrático, electoral (nunca hay que dejarlo de lado) y, por sobre todo, constitucional. Ese camino debe conducir al máximo aislamiento posible de la dictadura. Sobre ese punto hay, dentro de la oposición, absoluta unanimidad.
La segunda interlocución es más complicada: supone apelar, no al poder del estado sino al poder fáctico que lo sostiene: las FANB.
Naturalmente, las FANB pueden dividirse. De acuerdo a declaraciones de algunos dirigentes de la oposición, existe la esperanza de que, mediante una insurgencia mantenida, la unidad de las fuerzas militares llegará a resquebrajarse. Pero por el momento esa es solo una hipótesis. Y actuar sobre la base de hipótesis no es, al menos en política, recomendable. Tampoco es aceptable actuar de acuerdo a “posibles escenarios”, como sugieren algunos analistas muy imaginativos. De lo que se trata mas bien es de proceder de acuerdo a objetivos precisos y concretos. En otras palabras, la oposición venezolana se encuentra en la necesidad de levantar una política frente y hacia las fuerzas armadas. Una política que vaya más allá de simples llamados patrióticos. Una política, en fin, que parta de la situación real y no imaginaria que viven las FANB bajo el régimen de Maduro.
Aparte de oficiales y soldados fanáticos miembros de “la secta”, es difícil pensar que todos los militares están felices con el rol que les ha asignado la dictadura. A muy pocos les gusta, seguramente, reprimir a gente desarmada, y mucho menos ser insultados en las calles. En parte reprimen porque reciben ordenes. Pero también lo hacen debido a la creencia de que están defendiendo la continuidad de su profesión.
Los militares, como los miembros de todas las profesiones, anhelan ejercer su trabajo en condiciones de seguridad, ascender en las jerarquías y gozar de prestigio social. Esa es la razón por la cual, cuando enfrentan a un enemigo, pocos de ellos defienden nociones abstractas o ideologías que no conocen. Les interesa, sobre todo, asegurar la estabilidad de su profesión. Temen, y a veces con razón, que con un cambio de régimen perderán sus privilegios. En cierto modo, cuando disparan, muchos imaginan luchar por ellos y su futuro. Tarea de la oposición, deberá ser, en consecuencia, presentar un proyecto que asegure a los militares la inamovilidad de sus cargos y el respeto a los beneficios sociales que actualmente gozan. Esa es, claro está, “otra” negociación. Pero puede ser más fructífera que dialogar con una secta sin lógica, sin argumentos y sin razones.
No se trata por cierto de pedir a los militares un pronunciamiento en contra de la dictadura, ni mucho menos aguardar el aparecimiento de algún general mágico. Se trata simplemente de garantizar la inclusión de las FANB en un nuevo orden democrático. Quien se lo dijo a los militares de modo muy preciso fue el propio presidente de la AN, Julio Borges: “Nadie les pide a ustedes que se pasen al campo de la oposición. Solo se les pide que se pasen al campo de la Constitución”.
Sí: de esa Constitución a la cual los militares juraron respetar y en cuya defensa ya han sido asesinados muchos ciudadanos venezolanos.