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Insano califato post-petrolero

De elegir el problema, no se sabe cuál es el peor. La crisis humanitaria toca todos los campos, incluyendo la más grave desorientación en el ámbito opositor.

Pendiente el debate en la Asamblea Nacional, la debacle en la producción y distribución de los medicamentos en Venezuela, sencillamente, no tiene precedentes. La ocultación de las cifras oficiales, como suele ocurrir en todo régimen semejante,  no logra atenuar las nefastas consecuencias para una población que, por cierto, antes fue incomparablemente saludable, a pesar de lo que prediquen inmoralmente quienes hoy ostentan y literalmente disfrutan del poder, la cultura y la riqueza en este califato biométrico y post-petrolero.

La desindustrialización farmacológica ha sido extraordinaria en la última década, elevada la deuda en divisas con sendas empresas que optaron por marcharse del país, ahogadas y perseguidas por una burocracia miserable. El gremio de los visitadores médicos, incluso, reconocidos por su elegante paso, ha desaparecido al compás de nuestro atraso científico y tecnológico en un renglón tan indispensable, reduciendo – no faltaba más – las expectativas de los cursantes de las escuelas de farmacia que tenemos.

Nos estamos familiarizando con la muerte prematura e injusta de aquellos que no logran alcanzar el medicamento necesario para sus afecciones crónicas, mientras los privilegiados del poder poco o nada les molesta el sufrimiento que sus decisiones provocan. Además, entre los “nuevos” tipos delictivos, se encuentra el de la venta de fórmulas equívocas o adulteradas, en el califato escaso también de reactivos, suplementos alimenticios y equipos médicos, bajo el evidente y masivo descontrol sanitario de un Estado absolutamente ornamental que trata de reprimir, mas no remediar, las epidemias que se creyeron por siempre superadas.

Recordamos, ahora, nuestra visita al SEFAR dos o tres años atrás, cuando un grupo de parlamentarios constatamos el vencimiento de las medicinas listas para la incineración, bajo el asedio de los colectivos armados, en La Yaguara. Se veía venir la tragedia, pero Maduro Moros y, mucho menos, su antecesor, les importó nada la suerte de un pueblo que difícilmente puede sufragar – hoy – un sepelio.

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