Insania
Nuestra capacidad de asombro, aguijoneada por años de arrebato, hipérbole y sinrazón, no deja de recibir estocadas. Una de ellas aterriza en mitad de la discordia que aún dentro del chavismo suscita la activación de una Asamblea Nacional Constituyente, esa nueva calle ciega impuesta por el gobierno y rumbosamente mercadeada como ultima ratio ante la amenaza de guerra: según el diputado Pedro Carreño, la postura crítica de la Fiscal evidencia “insania mental”. A la opinión suma una advertencia, la de que acudirá al TSJ para solicitar la conformación de una junta médica que “evalúe psicológicamente a esta señora”. ¡Ah! El episodio hace tragicómico guiño a otras épocas: no en balde la maña trae a cuento la escena de un aspirante a Presidente de la República, el diplomático tachirense Diógenes Escalante, quien en 1945, traspapelado entre sus esquivas camisas voladoras y su aturdimiento, sería descartado por los galenos para la tarea de encabezar una democracia civil por la vía del consenso. Eran otros actores, otros los propósitos, claro; la locura en mala hora parecía una cuchufleta del destino. Pero nadie dudó entonces: Escalante había perdido la razón. Y he allí un vivo contraste con el caso que hoy nos ocupa; pues lo que unos tildan ampulosamente de “insania”, resulta espléndida señal de sensatez para otros. Así, locura y cordura parecen revelarse distintamente, según el ojo de quien mira.
¿Cabría pensar que esa normalidad tan prolijamente descosida por parte de quienes nos gobiernan, ha terminado por confundirlos; que regentar esta “maison de santé” por tanto tiempo sin tener que someterse a estrictas normas o incorporar contrapesos que pongan toda visión en perspectiva, consagra ese ambiguo “reinado de los locos” que zumbonamente describe Edgar Allan Poe en “El método del doctor Tarr y del profesor Fether”? “Un insano puede ser “calmado” por un tiempo, pero terminará siempre provocando algún alboroto”, explica allí Monsieur Maillard, el taimado paciente cuya sedición lo puso al frente del asilo: “Su astucia, además, es tan proverbial como grande. Si proyecta alguna cosa, la ocultará con maravillosa sagacidad, y la destreza con que finge la cordura presenta para el filósofo uno de los problemas más singulares del estudio de la mente. Créame usted: cuando un loco parece completamente sano, ha llegado el momento de ponerle la camisa de fuerza”. No sabríamos decir con exactitud si habla el hombre o su imagen en el espejo: en forzado intercambio de roles, los cuerdos del cuento han sido encerrados, sometidos, humillados, y quienes ahora los juzgan ventilan su lujuria destructiva, sus delirios y fobias, sin restricción alguna. Una historia que, indudablemente, se parece mucho a esta que nos ha tocado vivir en Venezuela.
Asusta entrever que lo que puede pasar por un necio juego de apariencias, por otra ratonera armada para desestabilizarnos, tenga piquetes más tóxicos. La sombra de la disidencia se cierne con especial vigor sobre los mandones, anunciando ahogos y contradicciones que seguro no calculaban. Desde los predios de ese “enemigo único” homogeneizado y simplificado por la propaganda, les llega un alud de voces señeras y familiares: pero es la de Ortega Díaz, exigiendo desde las blindadas entrañas del Estado la nulidad de la Constituyente y respeto al “legado de Chávez”, la que más los hiere y expone. Sí: tanta resbaladiza próximidad está atizando los miedos, al punto de que para sofocarlos pareciera lícito revivir los excesos del viejo manual de profilaxia del castrismo y el stalinismo (recordemos cómo en estos casos los hospitales psiquiátricos fueron usados también como cárceles para aislar a los prisioneros políticos y desmoralizarlos, para trozar sus cuerpos y sus voluntades; en la Unión Soviética, incluso, se creó una dudosa tipificación diagnóstica, la Esquizofrenia lentamente progresiva, aplicada a personas cuyas » ideas acerca de luchar por la verdad y la justicia” eran leídas como síntomas de “una estructura paranoica”).
Ante el arrinconamiento, pesa la tentación de echar mano al consabido expediente: tachar al detractor de “enfermo mental”, invalidarlo, recomendar recluirlo “para evitar daños mayores”; apelar a la mediación de poderes sumisos y forzar cierto diagnóstico, uno hecho para descalificar la crítica contra el avance autoritario. Sería, en fin, el nuevo capítulo de un “método” que, con el objeto de robar lumbre a lo evidente, consiste en ir maleándolo con ilustrada inclemencia. De allí la aplicación ad nauseam de etiquetas como «psicóticos», «disociados», “necrófilos”, formando parte del torvo enjambre de patologías que el chavismo endosa a la personalidad de su adversario.
Ahora, ¿no es locura pensar que el cíclico error puede coronar alguna vez en éxito? ¿Preferirán los poderosos sacrificar su exigua credibilidad antes que rehuir el abrazo de la camisa de fuerza política? Después de todo esto, ¿A quiénes recordará la historia por su lucidez; a quiénes condenará por su insania?
@Mibelis