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Indignados, empoderados

El discurso de inclusión y empoderamiento popular al que con tanto fervor se sujetó el chavismo, atiende, sin duda, a un afán mucho más práctico que romántico. Sumar apoyo “consciente” a la causa de la revolución y organizar a las masas en función del objetivo de ganar esa guerra de posiciones que, según Gramsci, comporta la lucha política, serían avíos cruciales para asegurar la hegemonía. Chávez entendió que el triunfo de su relato dependía de componer una efectiva política de masas basada en el consentimiento: de hacer sentir al pueblo (sabemos cómo la percepción puede construir realidad) que no sólo obtenía lo que quería, sino que en el proceso de lograr reconocimiento de sus demandas era también protagonista.

Así que si bien la revolución bolivariana no fue consecuente con el desarrollo constructivo del «espíritu de escisión» que en teoría alentaba, ni opuso servibles antítesis al statu quo que tanto fustigó, ni tras el hablachento voto de “pulverizar la forma burguesa del Estado” dio carne a la utopía; ni impulsó cambios de paradigmas socio-económicos capaces de plantarnos en la senda del desarrollo sustentable (por el contrario, el rentismo se sobredimensionó de forma grosera en los últimos años) tal vez sí fue exitosa en algo: al sembrar la convicción de que el pueblo ejercía el poder (“Ya yo no soy yo: yo soy el pueblo”, revelaba Chávez, picado por el paroxismo) lo incorporaba simbólicamente al Estado. Conquista nada despreciable: la democracia “participativa y protagónica”, la idea de “restitución del poder al pueblo” gravitó sobre esa sensación de reconocimiento de la identidad de los sectores populares: de su visibilización, su “dignificación”.

La “democratización plebeya” de la que habla la socióloga argentina Maristela Svampa, aun sujetada por las pinzas de un espejismo (la mayoría de las organizaciones populares en Venezuela no son independientes: son creadas y financiadas por el Estado) añadió un matiz singular al campo del intercambio político. Allí, la reflexión sobre el papel del gobernado -la que se gesta desde el más elemental «folklore de la filosofía«, el sentido común; o la mundana opinión que antagoniza o no con el poder- cundió en todos los ámbitos.

El chavismo y su tóxico ensayo de avivar el discurso de la lucha de clases en el marco de la desinstitucionalización y la anomia, abrió una suerte de grifo interior, cada vez más profuso, caótico y urgente: para bien y para mal, la discusión política, vuelta pan nuestro de cada día, invadió nuestra agenda regular de idiosincrasias. De hecho, su alcance se ha intensificado en la medida en que la crisis se hace más y más compleja. Lo paradójico es que a expensas de una nueva polarización –distinta a la que favoreció al régimen en medio de la loca jarana de la bonanza petrolero- esa conciencia también se ha movido de eje. Lógico: las clases populares habitualmente excluidas y en cierto punto miradas por la revolución, esas “voces bajas” que se transformaron en voces altas para “expresar opiniones, comunicar digresiones o desacuerdos, dar cuenta de una visión del mundo, profundamente plebeya, visible sobre todo en mujeres y jóvenes”, a decir de Svampa, son hoy trituradas por parte de ese mismo sistema que les ofreció empoderamiento, abruptamente despojadas de los privilegios que por un instante les pertenecieron, devueltas y confinadas con saña al precario peldaño que habían superado. Junto a la reconfiguración del país que surge tras los resultados del 6D, y ante la ola reciente de protestas, saqueos y disturbios en sectores tradicionalmente identificados con el oficialismo, es preciso respondernos: ¿Qué pasa cuando le haces creer algo a la gente, cuando la sientas a una mesa rumbosamente servida, cuando alimentas sus expectativas dándole lo que antes no tenía: y luego, se lo quitas?

La manoseada retórica del “poder popular” y su impacto en la psique social, ha derivado en giro amargo para el chavismo y en paisajes confusos para el país. La frustración, la percepción de que se ha violado el sentido de dignidad que subsiste tras el acceso preferencial a los derechos básicos de sectores más vulnerables, como señala Amartya Sen, amén de la conciencia -aún agreste, hay que decirlo- del potencial de la protesta para provocar cambios, suma impulsos para la detonación. El peligro de esas “revueltas del hambre”, claro está, es el caos, la acción sólo movilizada por el apremio y la indignación, cuya digestión no atiende a ninguna estrategia; es la violencia, el grifo abierto y sin reparos, siempre propenso a rebasarnos. He allí una fatal debilidad. Pero se trata de “superar«, de “trascender” (“Aufheben”, como proclama Hegel) para hacerse de lo nuevo: si somos capaces de contener la impaciencia, potenciando las ventajas que recién adquirimos –esa ciudadanía en botón, que se despide de su atávica inocencia- estaremos más cerca de la transformación política profunda que todos aspiramos. Que la inconformidad fragüe un nuevo empoderamiento: eso supone foco, control, liderazgo, perspectiva, el logro de la autonomía necesaria para saber que sí podemos modificar nuestro destino.

@Mibelis

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