¡Huyan!
Frente a nosotras se sienta una pareja. Cuando nos escuchan conversar, de inmediato y casi al unísono nos preguntan si somos venezolanas. “Nosotros también”, nos dicen con un dejo de tristeza. Pronto descubrimos que es la tristeza del que ha emigrado, que trata de explicar las razones por las que dejó su patria…
No sé cuántos venezolanos se habrán ido, pues obtener cifras ciertas en estos momentos es misión imposible. Pero no deja de llamar la atención que dos personas que se sienten frente a uno en un tren sean venezolanas, con tantas personas que se mueven a diario en los trenes catalanes. “Ustedes no pueden irse de regreso a Venezuela, ¿para qué se van a ir, para que las maten?… ¡quédense aquí!”, nos dijo él con angustia. Más que angustia, era casi un ruego.
Nos contaron que la decisión de vender todo y venirse (ella tiene pasaporte de la Comunidad) la tomaron luego de varios eventos desafortunados que les sucedieron en un par de días (además de todos los eventos desagradables, incómodos y dolorosos a los que estamos sometidos los venezolanos a diario): primero, el hijo tenía síntomas de dengue o Chikungunya y cuando ella salió para llevarlo a examinar se encontró con que le habían robado la batería de su camioneta en el estacionamiento de su propio edificio… ¡sus vecinos! Ni qué decir lo que le costó conseguir otra… tuvo que conformarse con una de segunda mano a precio de varias veces una nueva. Fue de una clínica a otra buscando que le hicieran el examen, y su angustia aumentaba a medida que la iban despachando con un “no tenemos reactivos para hacerle los exámenes”. Finalmente se los hicieron y el resultado se lo dieron en un papel que más bien parecía un ticket de estacionamiento, me imagino que, entre otras cosas, por la escasez de papel. Pero ella terminó cuestionándose si realmente le habían hecho el examen o no, si el “negativo” era real o no o si simplemente era una ruleta de un negocio…
Un par de días más tarde su hija estaba en una camioneta con unos compañeros de universidad que fue tiroteada por unos malandros, una mañana cuando llegaban a clase. Les vaciaron los cauchos y las puertas quedaron con los huecos de las balas. Por fortuna, la muchacha y sus amigos salieron ilesos. Otros no han corrido con la misma suerte.
“¿Ustedes han visto el letrero que está cerca del (supermercado) San Lorenzo?”, nos preguntó. Es un grafiti que dice “¿Estás esperando que maten a tu hijo para reaccionar?”. Sí, lo vemos cada vez que pasamos por ahí. “Esa idea se instaló en mi mente hasta que finalmente nos vinimos. No queríamos. Pero ahora que tenemos esta paz sabemos que hicimos lo correcto. Aún no tenemos trabajo, probablemente terminaremos trabajando en algo para lo que estamos sobrecalificados, pero no nos importa: estamos tranquilos y los muchachos están a salvo”.
La verdad sea dicha, yo había interpretado el grafiti en cuestión como un llamado a luchar por el país, no como un llamado para que uno se vaya, pero me imagino que haber tenido a una hija tan cerca de la muerte como la tuvo esa pareja, definitivamente cambia las perspectivas. Todos los que tenemos hijos entre los dieciocho y los treinta y pico de años sabemos el calvario que es que salgan a divertirse. Uno no los puede encerrar, son sus vidas que tienen que vivir… pero la angustia de que les pase algo está siempre presente. Porque en mayor o menor grado, a todos les ha “pasado algo”.
Cuando se bajaron del tren, él se volteó hacia nosotras justo antes de que se cerraran las puertas y nos dijo “¡Huyan de Venezuela!”. Sus palabras helaron nuestra sangre ¡Qué cosa tan triste es huir del país de uno! ¿En qué se nos ha convertido nuestro país que hay tanta gente huyendo? En el DRAE está la respuesta: huir es “1. Alejarse deprisa, por miedo o por otro motivo… para evitar un daño, disgusto o molestia… 4. Apartarse de algo malo o perjudicial”. Tristemente, una opción para muchos.