Historias que siempre habrá que contar
En Honduras suelen circular listas de ciudadanos sentenciados a muerte, defensores de la naturaleza, promotores de derechos humanos, sindicalistas, líderes campesinos, dirigentes políticos, y Berta Cáceres estaba a la cabeza de esas listas. Hasta que la mataron. Cerca de la medianoche del miércoles 2 de marzo de este año, unos asesinos a sueldo entraron por la puerta de la cocina a su sencilla vivienda del poblado de La Esperanza, en el departamento de Intibucá, la hallaron en su dormitorio, y le pegaron tres balazos en el estómago. La sentencia firmada en las sombras, había sido cumplida.
Tenía un huésped alojado en la casa esa noche, el mexicano Gustavo Castro, director de una organización ambiental de Chiapas, quien había llegado a la Esperanza para dictar un taller de capacitación, y a quien también atacaron a tiros en el cuarto donde se alojaba, sorprendidos de encontrárselo allí, pues creían que su víctima se hallaba sola. Al verlo ensangrentado e inerme lo dieron por muerto, pero sobrevivió para contar la historia.
Berta Cáceres, era líder de la comunidad lenca, uno de los pueblos aborígenes centroamericanos de origen maya, asentado en los departamentos de Intibucá, Santa Barbara, Lempira y La Paz, al noroccidente del territorio hondureño, fronterizos con El Salvador, donde también hay comunidades lencas.
Esta mujer, lúcida y valiente, que cuando la mataron tenía 45 años, había logrado crear un vigoroso movimiento de defensa de estos territorios, y luchaba a brazo partido para evitar que se construyera la represa hidroeléctrica Agua Zarca en San Francisco de Ojuera, departamento de Santa Bárbara, parte del territorio ancestral lenca, como se ha dicho. Está previsto que el embalse utilice aguas del río Gualcarque, que para los lencas han sido sagradas desde antes de la colonia, mientras las tierras destinadas a ser inundadas las dedican a la agricultura de subsistencia, divididas en pequeñas parcelas. Nunca fueron consultados por el gobierno acerca del proyecto, según sus derechos.
En octubre de 2013, uno de los dirigentes del movimiento, Tomás García, había sido asesinado en el curso de una demostración popular reprimida por el ejército, y Berta, acusada de rebelión y tenencia ilegal de armas, fue condenada a prisión, aunque luego sobreseída provisionalmente. La sentencia del tribunal le ordenaba también no acercarse al área destinada a la represa.
Los lencas, bajo el liderazgo de Berta, lograron una victoria crucial cuando ese mismo año la transnacional china Sinohydro, la constructora de embalses más grande del mundo, se retiró del proyecto, igual que lo hizo el Banco Mundial. La compañía de capital hondureño Desarrollos Energéticos S.A. (DESA), dueña de la concesión, se quedó entonces sola.
En 2015, Berta recibió el premio Goldman, considerado como “el Nobel verde”, y cualquier podía pensar que el renombre internacional que ganaba le serviría de escudo; pero en Centroamérica hay que desconfiar de las reglas del sentido común: el premio enfureció a sus enemigos, y la acercó más bien a la muerte. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos había ordenado al gobierno de Honduras que tomara medidas cautelares para protegerla, pero no lo hizo; y lo mismo ocurrió con otros diez ciudadanos, a favor de los cuales fue ordenada la misma protección, pero tampoco la recibieron nunca y terminaron asesinados.
Ante la dimensión del escándalo que trajo la muerte de Berta, el gobierno se vio presionado a actuar, y hasta ahora están siendo procesadas, entre autores materiales e intelectuales, cuatro personas: el mayor Mariano Díaz Chávez, de servicio activo en las Fuerzas Armadas; el capitán Atilio Duarte Meza, en retiro; Douglas Bustillo, que había sido guardia de seguridad en la represa; y ¡bingo!, Sergio Ramón Rodríguez Orellana, gerente de temas sociales y medioambientales del proyecto de Agua Zarca. Hay un quinto implicado, Emerson Duarte, el hermano gemelo del capitán, en cuyo poder se encontró el arma con que fue cometido el asesinato.
Los acusados no fueron capturados sino a principios de mayo, y de acuerdo a las pesquisas policiales, los registros de sus teléfonos celulares revelaron la existencia de mensajes cruzados entre ellos que dejan constancia de la conspiración, comenzada el 29 de enero.
En los informes sobre derechos humanos, Honduras aparece como “el país más peligroso del mundo” para aquellos que se consagran a la defensa de la naturaleza. Según la organización Global Witness, 111 activistas medioambientales han sido asesinados entre los años 2002 y 2014: los que se oponen a la destrucción de la selva para convertirla en pastos y tierras agrícolas, los que luchan contra la minería que envenena las aguas y contamina mortalmente el aire, y los que como Berta Cáceres y tantos otros han tratado de impedir la invasión de sus heredades ancestrales, lo pagan con la vida, no sólo en Honduras, y sus muertes quedan en la impunidad las más de las veces.
Es lo que sigue ocurriendo en Brasil, en los estados de Mato Grosso do Sul, Amazonas y Bahía, donde los indígenas que se niegan a abandonar sus tierras son asesinados por sicarios. En Nicaragua, en la lucha entre colonos mestizos que invaden las tierras ancestrales de los mayagnas y misquitos en la reserva selvática de Bosawás, estos indígenas son despojados mediante una maraña corrupta de traspasos de títulos de propiedad, y no pocos han sido asesinados para consumar el despojo.
Defender la tierra natal, la identidad entre seres humanos y naturaleza, y la relación sagrada entre la vida y el medio ambiente, se sigue pagando con la muerte. Otros muchos crímenes se han cometido desde entonces en Honduras, y las listas de sentenciados siguen vigentes, engrosadas cada vez por nuevos nombres que reponen a los de los ejecutados. La debilidad institucional y la corrupción siguen favoreciendo el sicariato, y hacen crecer la impunidad.
El asesinato de Berta Cáceres puede parecer ya una historia vieja, pero vale la pena volver a contarla. Echarla al olvido sería enterrarla a ella, y a tantos como ella, una y otra vez.
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