“Hacer política…”
“Hay que hacer política”. He allí la exhortación que resuena de un tiempo para acá, suerte de conjura ante la estulticia que malea el espacio público. La repiten ciudadanos hastiados del opaco proceder de la dirigencia, su subestimación del “tempo”, los raptos de esa adolescencia política que recicla paradigmas inútiles. Hastiados también del error del veterano: caudillos continuamente equivocados, pero nunca autoexcluidos.
“Hay que hacer política”, se afirma aquí y allá, también entre sectores que nunca vieron en el “putchismo” revolucionario una opción para zanjar el conflicto. Resentimos aún los latigazos de esa “filosofía de la ofensiva” emprendida sin tener cómo ni con qué, a la que el propio Trotsky juzgó “como el mayor peligro, y su aplicación práctica como el mayor crimen político”. Dar por descontado el respaldo de la mayoría social sin pasar por la laboriosa construcción de mayoría política, devino en efectos opuestos a los buscados. Un desgaste de la autoridad, de la identidad democrática y de las estructuras de instituciones, que se ha pagado con recelo y desafección cívica.
De allí el pedido de marras: “hay que hacer política”. Sospechando que ese ejercicio podría salvarnos de nuevos abismos, con ello se aludiría a la consecución de acciones efectivas, triunfos visibles y cuantificables sobre el adversario que permitan obtener poder real. Esto es, probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social, contra toda resistencia y cualquiera sea el fundamento de esa probabilidad (Weber). O, como apuntaría con crudeza Raymond Aron, “la capacidad de hacer, producir o destruir”. Un logro del todo alineado con la ética que interesa en este caso, la de los resultados; pero, idealmente, no exento de virtudes y principios que den sostén a ese necesario pragmatismo. Es la realidad domeñando y orientando a la exuberante voluntad, en fin. Ah, pero lo que puede sonar casi tautológico, no siempre encuentra modos de ejecutarse. Entonces, el trayecto entre el decir y el verse forzado a hacer, se vuelve escabroso.
Visto lo visto, nadie podrá negar que los desafíos a la hora de disputarle el poder al PSUV son múltiples y complejos. Es clave la experiencia que queda gracias a la pedagogía feroz de las elecciones autoritarias; a las que importa acudir siempre, conscientes de que la exigencia democrática fungirá sólo como referente de lucha, no como garantía. Así, se participa en ellas sabiendo que potenciar la incertidumbre institucional, tentar con el fraude al bloque dominante -uno que, aguas adentro, trajina con sus propios dilemas- suma al plan de debilitarlo. Lo de Barinas lo ha demostrado, una vez más. La crisis, las contradicciones, el sacudón, la apetencia de movilización que esto despliega, contrasta con el entumecimiento que se cierne cada vez que la abstención invita a Thanatos a sofocar los bríos colectivos.
Avivada por esas candelas, ninguna hora es mejor que esta para hacer política. Y eso implica coordinación estratégica, disposición para promover alianzas, para navegar con maña a expensas del omnipresente “pacto con el diablo”, la astuta gestión de intereses e incentivos que mueven a jugadores racionales. Implica, sobre todo, talento para convencer y persuadir a través de la palabra: otra forma de hacer que la voluntad propia se convierta en voluntad compartida. Ese es también poder, Soft-power, como bautiza Joseph Nye a la capacidad de influir en los otros sin coerción de por medio.
La nueva urgencia electoral pide sintonizar con esa meta, aun sabiendo que la fragua de tales procesos no es tan expedita. Entonces, es preciso potenciar lo poco o mucho de lo que se dispone. Por lo mismo, inmersos en circunstancias que podrían asomar cierta fragilidad autoritaria, no se explican las porfías de algunos opositores exigiendo “dignas” renuncias a quienes, desde dentro del sistema, contribuyen a desatar la conveniente crisis.
La presencia de rectores independientes en el CNE, dando fe de la victoria opositora en Barinas y rechazando las inhabilitaciones ad-hoc, es revés que lleva a un gobierno interesado en la legitimación, a equivocarse, a contradecirse. A evidenciar su encrucijada: ser consecuente con la vía de la apertura, o hundirse en el mismo lodazal autoritario de Ortega, en Nicaragua. Un evento focal, disruptivo, visto como ocasión aprovechable para la revolución de expectativas (Schedler), seguramente no se daría sin esos ingredientes. La inteligencia estratégica, entonces, convida a resistir, no a abandonar. Una dimisión sólo se concibe si, como en el célebre caso del romano Cincinato (458 a.C.), la tarea ya ha sido cumplida.
Hacer política, en fin, supone entender que el necio moralismo que se afana en bloquear las oportunidades, debería desecharse. Mejor congraciarse con la obligación de abrazar sin complejos esa bitácora, haciendo lo que es necesario hacer. Que, por causa de una defectuosa convicción, no nos pase como a ese primer nativo que encontraron en la Patagonia. Según la crónica de Pigafetta, cuenta García Márquez, cuando le “pusieron enfrente un espejo… aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón, por el pavor de su propia imagen…”
@Mibelis