Hace sesenta años…
Dedicado a un apreciado compañero, el coronel Jesús Rangel Pino.
En la noche del 20 de abril de 1960, el general Jesús María Castro León entró desde Cúcuta, acompañado por su cómplice, el coronel Francisco Lizarazo, comandante del Agrupamiento Militar Nro. 1,y se dirigió a San Cristóbal. Ya en el cuartel Bolívar, Lizarazo puso a la orden de Castro León el batallón de infantería Ricaurte. Comenzaba otro intento de asonada en Venezuela. Como a las 2 a.m., ordenó rodear al Destacamento 12 de la Guardia Nacional con una compañía de fusileros, llegó a la Prevención acompañado por varios oficiales y pidió que se reuniera al comandante del destacamento y los oficiales que estábamos allí durmiendo, sin sospechar nada. Al estar todos, nos arengó sobre el motivo de su alzamiento y pidió que nos le uniéramos. Al despedirse, nos tendió la mano a todos los presentes y se despidió diciéndonos: “Mejores sueldos y ascensos más rápidos”. Yo, aunque con solo 22 años e inocentón en esas cosas, no podía creer que eso fuera objetivo de un alzamiento. O, por lo menos, que con eso se pudiese incitar a alguien a insurgir.
Al quedar solos, el comandante del destacamento, mayor León Benito Gutiérrez, nos dijo que no teníamos la fuerza ni el nivel de armamentos para oponernos abiertamente al intento de golpe de Estado, pero que no estaba de acuerdo con este. Que nos quedásemos acuartelados esperando una oportunidad. Es de señalar que, en esos tiempos, la Guardia Nacional no tenía muchos efectivos (en San Cristóbal no éramos sino unos seis oficiales y algo así como 40-50 guardias), y que las armas disponibles eran solo carabinas de repetición, pistolas y revólveres. Con eso no podía combatirse contra un batallón de casi 500 hombres dotados de armas automáticas.
Más tarde, Castro León pidió que se sacara los guardias a la calle. Se le contestó que no podíamos porque estábamos sofocando un motín en la cárcel porque los presos, habiéndose enterado del golpe, se habían amotinado buscando fugarse (lo cual era cierto). Y que la responsabilidad de mantener el orden en esa instalación era insoslayablemente de la GN.
Así las cosas, en la mañana supimos que Castro León había mandado una compañía de infantes hacía Colón y otra hacia Rubio para someter esas guarniciones. Y que este se había dirigido a San Antonio con otra, a conminar la rendición del Comando Regional Nro. 1. O sea, no solo había dividido la fuerza, sino que había abandonado el puesto de mando en un tiempo en que las comunicaciones eran bastante primitivas. Desde que estudiábamos táctica elemental sabíamos que ambas cosas son no-no. Pero Castro León, siendo aviador, no tenía por qué saberlas.
Cuando vimos que se había quedado sin personal combatiente, los guardias aprovechamos la oportunidad y nos fuimos al cuartel Bolívar. Sin hacer un solo tiro, lo tomamos, desarmamos a los pocos soldados que todavía estaban en él y los sentamos en el patio, custodiados. El mayor Gutiérrez pidió que se buscara a las autoridades civiles y se las invitara al cuartel. Recuerdo que el primero que llegó fue monseñor Fernández Feo, el obispo de la diócesis, y el segundo fue Teo Colmenares, el secretario general de gobierno. Después, siguieron llegando, graneaditos, los demás. Y el último en presentarse fue el gobernador del estado, Ceferino Medina, a quien hubo que sacar casi que por la fuerza del colegio en Táriba donde se había escondido. Por su llegada con tanto retardo, un guardia de los viejos le montó un chaleco inolvidable: lo recriminó diciéndole que era un cobarde igual a su padre, al que conocía desde cuando ambos eran “oficiales de tablita” (funcionarios del Resguardo de Aduanas antes de la fundación de la Guardia Nacional), y que este había huido cuando tuvieron que enfrentarse a unos matuteros en El Zumbador. A los días, Ceferino, para hacerse ver como denodado. Embelleció su relato diciendo que estaba “dirigiendo la clandestinidad”. E inventó aquella infamia de que mi jefe “miraba los toros desde la barrera”. ¡Pobre diablo!
Ya teníamos rato conversando cuando vimos, muy alto, a dos Camberra de la Fuerza Aérea. Se clavaron en picada y entraron en un claro patrón de ataque;“les gritamos a los soldados que estaban prisioneros en el centro del patio y a sus guardianes que se refugiaran bajo techo y todos buscamos protección de los disparos que empezaron a llover. Todos, menos uno, el teniente Nieto Serrano, que se quedó en el medio de la explanada batiendo sus brazos para decirle que no a la escuadrilla atacante. Para mí, Nieto es una de las personas más valientes y decididas que he conocido (…) Resistió las ráfagas de los cuatro cañones de 20 mm. de ambos aviones (…) Y no le pasó nada” (Lo que aparece antes entre comillas es la transcripción de parte de un artículo, El poder de la invectiva, que publiqué en 2011).
Cuando ya venían para la segunda pasada, levantaron la nariz, entraron en formación y pasaron por encima de nosotros —rectos y nivelados, a mucha menos velocidad—, moviendo las alas para saludar (o presentar disculpas) y se perdieron en el horizonte. Debió ser que les informaron que ya se había retomado el cuartel y la ciudad estaba en paz. Pero fueron infinitas las mentadas de madre se llevaron…
En la tarde —después de ya haber sido capturado Castro León y tenerlo asegurado en el Destacamento 12— estaba patrullando con mi recordado compañero Marchena Oviedo cuando, cerca de Táriba, nos encontramos con la avanzada de las unidades del Ejército enviadas desde Maracaibo y Barquisimeto para combatir a los insurrectos. Les informamos que ya todo estaba pacificado y los guiamos hasta el cuartel. Se les hizo entrega de soldados, armamento e instalación a los recién llegados y nos volvimos a nuestro cuartel. Colorín colorao…
Dejo claro que no fui un “héroe”, como alguien sugirió con sorna por ahí; ni siquiera protagonista fui, solo un participante que todavía se acuerda de algo. Como será, que los únicos disparos que hice en esa oportunidad, fue una ráfaga contra una luminaria que iluminaba por completo la fachada del destacamento y nos impedía observar el frente…