¿Grandeza democrática o claudicación moral?
“Los terroristas intentan modificar nuestro comportamiento provocando miedo, incertidumbre y división en la sociedad”
Patrick J. Kennedy, Político estadounidense
Francia está de luto y su desolación la comparte todo el mundo occidental, porque el dolor, como el amor, no reconoce fronteras, idiomas, banderas, lenguas, razas ni religiones.
Como dice el Papa Francisco, no hay mayor blasfemia que matar en nombre de Dios. No nos engañemos. Es preciso estar invadido por un fanatismo realmente salvaje para creer que la serie de sórdidos crímenes del autodenominado Estado Islámico, son una colisión de culturas, o la lucha por una supuesta liberación. Se utiliza el nombre de Dios como escudo para librar una de las más primitivas batallas por el poder y el dominio del hombre por el hombre. Las inhumanas y sanguinarias masacres de Nueva York, Madrid, Londres y París entre otras, han marcado al terrorismo islámico y puesto al desnudo su carácter. Los islamistas son los matarifes, sí, pero no son ellos los únicos responsables de tamaño salvajismo. Otros les acompañan en este viaje hacia la barbarie, unos como actores y otros como admiradores, abiertos o camuflados.
Hace ya años que la prestigiosa periodista Oriana Fallaci, refiriéndose a la masiva penetración árabe de que está siendo objeto Europa, declaraba al The Wall Street Journal que: “el servilismo con los invasores ha envenenado la democracia, con consecuencias obvias para la libertad de pensamiento y para el mismo concepto de libertad”.
Tenía razón Oriana Fallaci porque ¿Qué ocurre cuando al respeto de que hacen gala las democracias occidentales se imponen las exigencias de las culturas de aquellos a los que con un gran sentido de la hospitalidad acogemos? Sin correspondencia alguna en sus países de procedencia, los recién llegados exigen de inmediato a las autoridades de las naciones que les acogen, la supresión en lugares públicos de aquellos símbolos que puedan chocar con sus creencias; la construcción de recintos en los que puedan practicar sus ritos; libertad para utilizar las vestimentas propias de su cultura, aunque estas puedan suponer un riesgo para la seguridad pública; la atroz práctica de costumbres ancestrales en las mujeres, consideradas delito por las leyes occidentales, no solo porque violan los derechos humanos, sino porque privan a la mujer de uno de los atributos vitales de su existencia, muchas veces incluso con riesgo de su vida y la construcción de cementerios en los que los enterramientos se efectúen con arreglo a sus creencias, aun cuando estas sean consideradas en Occidente un riesgo para la salud pública.
La aceptación por parte de Occidente de estas imposiciones, constituye una claudicación mental, sicológica, social y cultural, que nos sitúa en un plano de inferioridad moral que afecta particularmente a Europa y se ha generalizado en Occidente.
Occidente hace tiempo que volvió la espalda a los valores propios del humanismo cristiano, que durante milenios, han sido su razón de ser, al tiempo que abrazaba el relativismo materialista.
Occidente ya no siente amor por sí mismo. En su propia historia solo ve lo que es deplorable y destructivo, mientras que ha dejado de ver en su obra todo lo que es grande y enriquecedor, y en el momento en el que una sociedad abandona sus principios y sus valores, aquello en lo que siempre ha creído, aquello por lo que siempre ha luchado, aquello que la ha hecho grande, esa sociedad está muerta; esa civilización de la que forma parte, está muerta.