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Ganar y perder en la urnas

“La democracia pierde y gana en las urnas”: el más reciente informe del Instituto V-Dem sobre el estado de salud de la democracia, no escapa a la tentación de poner el foco en las posibilidades de un súper-año electoral, cuando prácticamente la mitad del planeta estará ejerciendo su derecho al voto en comicios de carácter nacional. Los eventos que en 60 países (incluidos los ocho más poblados: India, EE. UU. Indonesia y México, entre ellos) determinarán la suerte del mundo en materia de orientación política, reequilibrio de las fuerzas de poder globales, alianzas comerciales o visiones económicas y de desarrollo, también implican un renovado desafío para una democracia forzada a corregir y evolucionar. Frente al obstinado desarreglo institucional y la irresolución del conflicto político, como advertía Juan Linz, las defensas del sistema son puestas a prueba.  

Las elecciones, recuerda el informe, son “acontecimientos críticos” con potencial para desencadenar democratizaciones; pero también podrían favorecer la autocratización o ayudar a la estabilización de regímenes autoritarios. Venezuela, evidentemente, no se libra de esa incertidumbre. Lograr la alternabilidad sería el inicio de un arduo camino hacia la esquiva “normalización” política que, entre otras cosas, implica reinstitucionalización, pesos y contrapesos, ejercicio limitado del poder, competitividad, accountability vertical/horizontal y respeto al Estado de Derecho.

De acuerdo a V-Dem y como era previsible, la crisis global de la democracia sigue cobrando víctimas tras los llamados “giros de campana”. En línea con lo que arrojan los reportes de los últimos 10 años, el de 2024 muestra cómo la autocratización se mantiene como tendencia dominante. Aun cuando el mundo aparece hoy prácticamente dividido en partes iguales entre 91 democracias (liberales y electorales) y 88 autoritarismos (electorales y cerrados), en 2003, por ejemplo, el porcentaje de la población mundial que vivía en países no-democráticos era de 50%; pero en 2023, la cifra aumentó a 71%. Acá pesa el desempeño de la India, donde se concentra el 18% de la población mundial; número que representa casi la mitad de esa población que vive en países donde se detectan retrocesos. Esos casos, advierte el informe, “han eclipsado la proporción que vive en países en proceso de democratización”. Hay algunos matices en el abordaje de la investigación, sin embargo, que hacen aún más relevantes los hallazgos, y permiten reparar en algunas luces en medio de un panorama inquietante.

Si bien la volatilidad democrática -esa recaída autoritaria en países donde los índices habían mejorado recientemente- resulta un dato especialmente poderoso, de cara al “qué hacer” no pueden desestimarse los ejemplos en contravía, los de países que han logrado detener y revertir la autocratización. En este sentido, la buena noticia es que en América Latina y el Caribe las señales parecen ir en contra de la tendencia global al menoscabo (que aparece agudizado en Europa del Este, en Asia central y del sur). Con 62% de países calificados como Democracias electorales, no sólo los niveles de democracia en la región han aumentado, sino que los países grandes están arrojando mejores indicadores que los más pequeños. La participación de Brasil repercute especialmente en este giro, representando con sus 216 millones de habitantes más de la mitad de la población que vive procesos de democratización en 18 países del mundo.

En 2024, “la gran mayoría de los latinoamericanos (86%) vive en democracias electorales como Argentina y Brasil, y el 4% vive en democracias liberales como Chile y Uruguay. Sin embargo, América Latina es también la región con la mayor proporción de población que vive en la “zona gris”… democracias que califican como democracias sólo con un cierto grado de incertidumbre”. Esto es, regímenes de partido hegemónico (México, entre ellos) pero con rasgos de pluralismo político y elecciones libres, en los que factores como la reelección inmediata y la indefinida podrían estar favoreciendo el declive democrático. Un caso de evolución llamativo, por contraste, es el de Surinam, “único país que cambió decididamente el tipo de régimen en 2023”. Aun lidiando con la baja satisfacción ciudadana respeto al sistema, la antigua colonia holandesa (que hasta la derrota electoral en 2020 del exgolpista y jefe de un Estado mafioso en toda regla, Dési Bouterse, figuraba como una de las más feroces anomalías políticas de la región), hoy también destaca en rankings como los de The Economist como una democracia imperfecta.

Con todo y sus fragilidades, con todo y la cíclica dificultad de un sistema que aún dista de ser considerado una fórmula universal, o de su vulnerabilidad ante la seducción antisistema y tecnocrática, la democracia liberal en Latinoamérica sigue contando con tenaces exponentes. También en línea con el Democracy Index 2024 de The Economist o las actualizaciones de Latinobarómetro, Uruguay y Costa Rica no abandonan los sitiales destacados que ocupan desde hace décadas; y esa resistencia impele a detenernos en sus modelos. Para países en encrucijadas decisivas como la de Venezuela, obligados a restaurar la funcionalidad política perdida, quizás he allí algunas respuestas. La pregunta que se hacía Fukuyama en “Orden político y decadencia política” (2014) sigue siendo pertinente: “¿Cómo llegar a ser Dinamarca?”. Esto es, cómo encaminarse hacia esa “utopía” realizable, ese Estado democrático y liberal, moderno, impersonal, garante de los equilibrios, el orden y la seguridad que necesitan los países para desarrollarse.

La fortaleza de la democracia uruguaya, por ejemplo, con una ciudadanía que se muestra como la más comprometida con la democracia en la región (69% de apoyo), se ha basado en gran medida “en un sistema de partidos fuertes, que evita la emergencia de líderes populistas y desviaciones autoritarias” como las vistas en otros países, dice Nicolás Saldías, de la Unidad de Inteligencia de The Economist. Una cultura democrática arraigada y consolidada tras los 12 años de dictadura (1973-1985), un sistema que desde el siglo XIX ha hecho un esfuerzo sistemático por aprender (“no hay una sola generación, desde la instauración de la República en 1830, que no haya buscado descubrir defectos o patologías”, dice Adolfo Garcé) se traduce también en eso que el analista Oscar Bottinelli describe como la “sacralización del voto”. Uruguay transitó sin traumas desde el bipartidismo Colorado y Blanco al tripartidismo con la incorporación del Frente Amplio, hasta llegar al actual pluripartidismo. Una dinámica apuntalada por un “elenco estable” de liderazgos políticos que se mantiene operando dentro de un sistema de partidos inmune al influjo de corrientes antisistema, vigorizado por una competencia intra e interpartidaria que alienta la adaptación continua. Verdadera rareza, en fin, en medio de un ecosistema político global cada vez más empujado hacia su negación.

Ejemplos como estos dan fe, por cierto, de esa correlación notable entre desarrollo y democracia; de la certeza de que el ideal democrático, la promesa de prosperidad sostenible con libertades, Estado de Derecho y justicia social, no están tan alejados de una praxis en consecuencia. La posibilidad, además, desmonta los falsos dilemas entre seguridad y libertad planteados por anti-modelos como los de El Salvador de Bukele (el país que registra los mayores retrocesos de la región, según The Economist yV-Demallí, “casi todos los logros democráticos de las últimas dos décadas han desaparecido en 2023”). Un extraviado referente, también, en lo que concierne al vaciamiento de significantes democráticos. Frente a esos dudosos promotores de “democracia de partido único” (¿?), lobos con piel de cordero, habrá que seguir aprendiendo y vacunándose.

@Mibelis

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