Fragmentos de un espejo roto
La independencia de las provincias de Centroamérica fue proclamada oficialmente el 15 de septiembre de 1821 en el Palacio Nacional de Guatemala, en una encerrona de próceres temerosos del futuro que se apresuraba delante de sus ojos. Guatemala era entonces asiento de la Capitanía General, que gobernaba el destino de cinco países que tras el derrumbe silencioso del gobierno colonial no volvieron a avenirse nunca.
En Centroamérica, desde entonces un traspatio, la independencia llegó como una carambola, después que en otros países del continente, México, Venezuela, Colombia, Argentina, Chile, culminaban, o estaban por culminar, las grandes epopeyas bélicas que dieron a la historia latinoamericana nombres como los de Miranda, Bolívar, San Martín, Sucre, O´Higgins.
Hay distintas maneras de contar la historia, y por tanto, de fijar las fechas de las celebraciones de la independencia. Las bisagras del impero colonial comienzan a aflojarse cuando en 1808, España cae bajo la férula del imperio napoleónico y en América Latina, gran paradoja de la historia, la chispa de la independencia se enciende ese año con proclamas de defensa de la legitimidad del reinado de Fernando VII, depuesto por los franceses. El Cabildo de Caracas se proclama como la Junta Suprema conservadora de los derechos de aquel monarca al que la historia llama indistintamente “El Deseado”, y “El rey felón”.
Los levantamientos precursores que se dan a partir de 1811 en San Salvador, León, Granada y Guatemala, y que fueron reprimidos por las autoridades coloniales, han quedado borrados, o postergados, por la firma del acta de independencia, que es la gran efeméride.
Diez años después, Centroamérica tenía entonces el oído puesto en el destino de México, y pocos meses después de la firma del acta oficial del 15 de septiembre de 1821, los próceres, temerosos de quedarse solos, corrieron a anexar a las recién independizadas provincias, ya en rebeldía, al imperio mexicano de Agustín de Iturbide, que no tardó en fracasar.
La independencia centroamericana cayó como una fruta madura del viejo árbol colonial. Se trató de un hecho pacífico, resultado de un trámite burocrático confuso, aceptado en algunas de las provincias, rechazado en otras, o puesto en compás de espera, como ocurrió en León, Nicaragua, donde la muy celebre “acta de los nublados”, que proclamaba la independencia de España, “hasta tanto que se aclaren los nublados del día y pueda obrar esta provincia con arreglo a lo que exigen sus empeños religiosos y verdaderos intereses”.
El acta de la independencia de Centroamérica lleva las firmas de las mismas autoridades coloniales encabezadas por el Capitán General don Gabino Gaínza, que no hacía sino cambiar de sombrero. De gobernador español, pasaba a jefe del gobierno independiente, y los próceres que concurrieron con él, tenían, en su mayoría, una impecable hoja al servicio de los intereses coloniales, ya agónicos para entonces en todo el continente.
En el primer punto del acta se explica con diáfana claridad la razón fundamental para que aquellos que representaban el poder de la corona se lo transfirieran a ellos mismos convertidos en autoridades republicanas. Ese primer punto dice, de manera textual, que se declara la independencia “para prevenir las consecuencias, que serían temibles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”. Más claro no canta un gallo.
Sin embargo, para nuestra desgracia, si el acta del 15 de septiembre se firmó sin costo de sangre, alentó las disensiones y las disputas intestinas. Esa sangre habría de derramarse abundantemente después en continuas guerras intestinas entre criollos y mestizos, que buscaban mantener viva la nueva República Federal proclamada en 1824, y los conservadores monárquicos, que querían un trozo de territorio para sí mismos, lo que al fin vino a ser nuestra suerte definitiva, la de pedazos sueltos de un todo común. Una frustración de la historia.
El verdadero prócer de este sueño imposible que se llama Centroamérica, fue el general Francisco Morazán, a lo largo de una década empeñado en unir los fragmentos dispersos y darle a la región una entidad política federal, hasta que, tras repetidas batallas, murió fusilado en Costa Rica en 1842. Luego, cada pequeño país cogió su propio camino.
Desde entonces hemos vivido bajo la regla de oro que Giuseppe de Lampedusa expresa en El Gatopardo, muy siciliana y muy universal: «si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie … ¿Y ahora, qué sucederá? ¡Bah! Tratativas pespunteadas de tiroteos inocuos, y, después, todo será igual pese a que todo habrá cambiado…una de esas batallas que se libran para que todo siga como está».
Casi ya dos siglos de historia independiente en una región fragmentada, lejos de cualquier asomo de entidad o unidad política, y donde los viejos vínculos geográficos, históricos y culturales, resultan siempre apartados por intereses espurios; una crónica cortedad de miras, que en pleno siglo veintiuno deja la modernidad, que implica en desarrollo integral y la justicia social, en una lejana quimera.
La pregunta de si somos una nación, o queremos serlo, ni siquiera está planteada. Los organismos de integración son débiles, o decorativos, tal como si para construir una casa se comenzara por el techo, sin tener primero los cimientos.
En lugar de próceres, como Morazán, lo que hemos tenido son ilusionistas de oficio. Y continuamos mirándonos en los fragmentos de un espejo roto.
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