Extremismos
La realidad histórica fue distinta. Aunque hasta los años setenta la noción de convergencia parecía tener asideros, la tercera revolución industrial incrementó los factores de desorden en la economía mundial, y dejó de funcionar la “socialización del capitalismo” basada en las ideas de Keynes. A partir de 1980, la radical contrarrevolución neoconservadora-neoliberal liderada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan transformó el mundo y reabrió las puertas a un capitalismo más salvaje, a la vez que en la URSS la rigidez burocrática frenó la “perestroika” hasta que fue demasiado tarde.
Desde 1990, el mundo quedó bajo la hegemonía de élites neoconservadoras que empoderaron a oligarquías financieras inescrupulosas, cuyas especulaciones condujeron la economía global a la gran recesión de 2008. Durante los años anteriores a esta crisis, y todavía hoy, las fuerzas socialdemócratas, progresistas o representativas de las mayorías mundiales de clases medias o trabajadoras, debilitadas y desconcertadas, no han logrado responder a las políticas neoconservadoras prevalecientes, mediante contrapropuestas de alternativas viables que salvaguarden el empleo y los salarios. Por ello, las protestas populares contra las desigualdades e injusticias sociales de la actualidad tienden, en muchas partes del planeta, a ser interpretadas y aprovechadas por fuerzas extremistas demagógicas, afines al fascismo y no a las grandes corrientes de solidaridad social democrática que –teóricamente – deberían estar surgiendo internacionalmente.
Venezuela tuvo el “honor” de ser el primer país del mundo que, desde 1998, se embarcó en la nefasta ruta del engañoso populismo reaccionario (porque la socialdemocracia momentáneamente había fallado y dejado un vacío). En Europa son, hoy en día, los radicalismos de extrema derecha del Frente Nacional francés y otros similares, cuyos efectos no pueden ser nunca la unificación redentora de los angustiados y oprimidos, sino solo su mayor dispersión y soyuzgamiento.