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Estrenando pantalones largos

«Toda revolución, con sus excesos, lo mismo que toda guerra civil, despliega
los talentos más escondidos. Hace surgir a hombres extraordinarios que
dirigen a otros hombres … Se trata de remedios terribles, pero necesarios».
Arturo Pérez-Reverte.

A esta altura de nuestra historia, convendría que nos preguntáramos todos si, esta vez, estamos dispuestos a modificar el siniestro rumbo de colisión que hemos mantenido, como sociedad, durante más de siete décadas o si, por el contrario, volveremos gozosos a él en octubre de 2019.

Tal como era previsible, porque siempre ha sido así, el peronismo, jamás resignado a transitar el desierto, unió a todos sus caciques –algunos teóricamente “racionales”- de todas las procedencias y, juntos, lograron que el H° Aguantadero Nacional le pegara un tiro al país sólo para esmerilar a Mauricio Macri y al gobierno que encabeza.

Sin mayores deserciones, en el mayoritario pelotón suicida se inscribieron los “dialoguistas” de Miguel Pichetto y Diego Bossio, los renovadores de Sergio Massa, los destituyentes del kirchnerismo más rancio, y lo peor del submundo delincuencial provinciano (vgr., José Alperovich) que aún conserva el poder feudal en las zonas más pauperizadas de nuestra geografía.

LLevaban dos años tratando de convencer a todos de lo irreparable de su separación, y de la vocación patriótica de algunos a buscar una solución para los siderales problemas que dejara la última “década ganada”. Muchos de ellos siguen mamando de la gran teta del Estado Nacional, aprovechando la juvenil ingenuidad de los jóvenes del PRO que ignora todavía un viejo apotegma de la política vernácula: “al peronismo se le cobra primero, y se le paga en cuotas”; particularmente, Carolina Stanley debiera investigar de dónde salió el dinero que ayer y siempre financian la movilización de las organizaciones piqueteras.

Hace relativamente poco charlaba con un connotado jerarca del PJ que ha utilizado todas sus diferentes camisetas desde los inicios de su carrera política, muchos años atrás. Me sugirió hacerme peronista; le respondí que, en realidad, llevaba un tiempo pensándolo, pero que no sabía a cuál de los peronismos debía sumarme y, dado que él había transitado por todos, le pedí consejo: al del primer Perón, de Cámpora, del segundo Perón, de Isabel y López Rega, de los Montoneros, de Menem, de Duhalde, de Kirchner o de Cristina Fernández; cuando percibió mi ironía, se enojó y nunca más cruzamos palabra. Es siempre así: cambia el director técnico, pero los jugadores son los mismos, aunque alguna vez se hayan matado entre ellos. Y el país que hoy tenemos es, sin ninguna duda, el que tantas décadas de populismo, amoralidad y saqueo nos dejaron, con nuestra obvia complicidad.

Ayer, en la ciudad de Buenos Aires, toda esa historia se repitió. Allí formaron, después de despellejarse mutuamente en público, personajes nefastos como Hugo Moyano y sus camioneros, Roberto Baradel y sus “trabajadores de la educación”, Sergio Palazzo y sus bancarios, los fanáticos “metrodelegados”, los “papistas” Gustavo Vera y Juan Gabrois, el “pacífico nobel” Adolfo Pérez Esquivel (llamó a derrocar al Gobierno), el inefable Hugo Yatski y Pablo Micheli con sus respectivas CTA, La Cámpora, algunos notorios integrantes de Unión Ciudadana CFK, las soñadoras y compartidas Madres de Plaza de Mayo, varias mujeres portando pañuelos verdes abortistas y, por supuesto, toda la fauna roja-rojita que pondera a Cuba y Venezuela pero no se mudaría en ningún caso a esos paraísos socialistas. Sin atreverse a subir al palco y salir en esa terrible foto, asistieron también Juan Carlos Schmid y Héctor Daer, integrantes del triunvirato que lidera, por ahora, a la CGT.

El fulminante veto presidencial al adefesio legislativo sancionado el miércoles, que pretendía retrotraer las tarifas de energía a diciembre de 2017, lo cual implicaba un costo adicional fiscal para el Estado de ciento quince mil millones de pesos sólo para este año, permitió que pudiéramos ver a otro Mauricio Macri, bien diferente al que conocíamos, modelo zen y permantente optimista.

Era tiempo, porque la enorme porción de la ciudadanía que lo acompañó en la loca aventura de ganar las elecciones presidenciales de 2015, y ratificó su apoyo en las legislativas del año pasado, estaba comenzando a arrepentirse de haberlo hecho ante la manifiesta pusilanimidad para controlar la calle que demostraron, al menos hasta ayer, quienes administran los distritos más calientes.

De todas maneras, no creo que cejen en sus confesas intenciones de derribar al Gobierno; el acto fallido del Senador tucumano durante el debate no hizo más que demostrarlo: “nadie quiere que a Macri le vaya bien”. Es que, muchos de ellos tienen claro que, además de haber perdido el poder y de la posibilidad de seguir saqueando el país, se están arriesgando ya a entregar la libertad y las pestilentes e inexplicables fortunas acumuladas y claro, ¡con eso no se juega!

Mientras escuchaba al mugriento líder de los maestros despotricar contra el ¿ajuste?, el “plan económico” y el veto a la ley de retrotracción de las tarifas de energía, mientras convocaba a un paro general contra éste y contra la reciente recurrencia al FMI, y a todos los otros oradores que se expresaron en igual sentido en Plaza de Mayo, me asaltaron varias preguntas.

¿Tan imbéciles nos consideran a los demás?, ¿piensan que no recordamos el veto de Cristina Fernández a la ley que pretendía consagrar el 82% móvil a las jubilaciones?. Pero las cuestiones más serias eran otras, ya que se vinculan con el futuro y no con el cínico oportunismo que, milagrosamente, una parte de la sociedad parece haber dejado atrás.

Supongamos, por un momento, que las próximas elecciones las ganara algún peronista, cualquiera de ellos, y éste comenzara a gobernar un país que habría confirmado así su vocación suicida. Aún cuando los reclamos en la calle cesaran instantáneamente, ¿cómo generaría, transportaría y distribuiría la energía que necesitará regalar?, ¿a quién le pediría el dinero necesario para financiar el gasto público?, ¿qué inversores aceptarían correr el riesgo de venir a la Argentina?, al no poder obtener fondos externos ¿cuánto dinero precisaría emitir?, ¿qué cotas de inflación se alcanzarían?, ¿quiénes pagarían las jubilaciones y pensiones?, ¿y los sueldos de los millones de empleados públicos?, ¿cuánto volverían a caer las producciones de granos y carnes?, ¿qué y a quién exportaría el país?.

Porque eso es, exactamente, lo que está sucediendo en Venezuela que, muerta de hambre, ha visto huir del país a un porcentaje enorme de sus ciudadanos más preparados; basta para confirmarlo la rapidez con que obtienen trabajo en Buenos Aires. Una notable comprobación: mientras en Plaza de Mayo las hordas aúllan contra la imposibilidad de conseguirlo y, por ello, siguen exprimiendo planes sociales que tercerizan los punteros, los inmigrantes saben dónde buscarlo, y siempre “en blanco”; las empresas grandes, medianas y pequeñas que han tomado a estos empleados ya se cuentan por cientos.

Como sociedad, ha llegado la hora dejar nuestra infancia atrás y de ponernos los pantalones largos, asumir que tenemos el destino en nuestras propias manos, que ya no hay a quien echarle la culpa de nuestra decadencia, y comenzar todos juntos a trabajar por un mejor futuro.

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