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Ese rencor, esa espina

Venezuela se nos va apretujando en un andén de una sola vía. Allí, los anuncios de nuevas despedidas se multiplican, nos embisten, abren huecos en el gastado lienzo del ánimo. País portátil, construcción incompleta, al que ahora toca acomodar en el exiguo recodo de una maleta. “Me voy, sin esperanza de volver”, me decía alguien por estos días, atravesada por la certidumbre de no tener ya tiempo para ensayos: “Culpa del resentimiento de unos pocos. Jamás les perdonaré haberme robado mi país”. Un agrio desahogo, una ironía: el rencor que se paga con más rencor. Es el legado ponzoñoso que el chavismo cosecha tras haber lanzado su semilla de odio, hace 18 años.

Nos consta: esa rabia veterana es pulsión tan poderosa como destructiva. No en balde de los lodos del auto-envenenamiento sacó fuerzas Edmond Dantés para remontar la pérdida, el encierro, el olvido, la muerte, y renacer como el vengativo Conde de Montecristo. Al reconocer en las grandes historias su pezuña oscura, toca convenir que como móvil dramático el resentimiento es insuperable; la mala noticia es que eso no se limita al terreno de la ficción. Anticipo de la violencia, su envión podría incluso evocar a la verdadera partera; “motor de la historia”, lo llama Tocqueville. En la airada rebelión de los esclavos romanos que azuzó Espartaco, en la furia ciega de las revoluciones, las cabezas cortadas, las purgas; o en las masacres indiscriminadas de alemanes, violaciones masivas, saqueos y destrucción de la posguerra (“venganza justificada” por los crímenes de guerra nazis en el Frente Oriental, alegaron los soldados del Ejército Rojo) el historiador Marc Ferro destapa, por ejemplo, las señas de ese dolor colectivo que se exacerba y muta en turbia conciencia, la necesidad de revanchas. Algo que, lejos de agotarse con el logro de reivindicaciones puntuales, nos zambulle en hueco voraz, una viciosa espiral emparentada con el odio. Es el desquite que no reconoce puntos finales. La impotencia sin posibilidad de resoluciones.

Así lo que arranca como invocación a la justicia, como gesta a favor de oprimidos y desamparados, se va deformando hasta hacerse escara tenaz, que fagocita todo lo que potencialmente podría sanarla. He allí el germen de la autodestrucción, la incapacidad de perdonar la diferencia; lo que subyacía tras la épica del socialismo real, lo que inspira al socialismo zombi del s.XXI. Doctrina de resentidos, el ideario de una revolución de mártires vueltos victimarios quebrantó de tal forma la lógica de la marcha hacia adelante que sólo es posible entenderlo si se admite que allí mandonea la emoción más primitiva, nunca elaborada. En el mismo Chávez es posible reconocer las pisadas de un rencor que, más allá del idealismo con el que nos embulló, dotó de carne y nervio a cada uno de sus movimientos en política. En “Chávez, mi primera vida”, Ignacio Ramonet exhuma un recuerdo, el del niño a quien le impiden entrar a clases por calzar unas alpargatas viejas: una entre muchas espinas que se hincarían en la memoria del arañero. “Chávez siente genuino desprecio por la gente oligarca”, afirmó Edmundo Chirinos. Es el statement del excluido: “me hicieron a un lado, el mundo me debe una compensación”; el regodeo en la ofensa que no cicatriza, la quejumbre infinita, la canibalización de la propia impotencia, una noción que marca nuestro devenir, que agujereó las bases de la democracia representativa, que puso al enclenque Estado benefactor de fines del s.XX -incapaz ya de atender demandas- en la mira de odiadores de toda traza.

El trágico acierto de Chávez fue servirse de esa pasión triste, y sintonizar a toda una sociedad en su frecuencia. Claro, si algo se demostró es que el poder basado en tales coordenadas, reducido a la autoindulgencia, incapaz de diálogos con la alteridad, jamás podrá tender puentes o reconectar con la pulsión de vida, procurar equilibrios o conciliar voluntades. Un gobierno de resentidos sólo puede apuntar a una mañosa igualación, en la que ellos se erigen como referencia. Todo fuera del “nosotros” es el enemigo. Su inclusión es, realmente, exclusión de los distintos.

Pero la vieja adicción no da tregua. En país donde cada vez más gente se siente ajena al coto de los elegidos, no terminamos de librarnos de la espina, la clave torcida del rencor. Peritos de la indignación, todos nos vamos asumiendo víctimas, cebando nuestra parcela de tirrias contra otros resentidos que oprimen; contra abandonadores y arrepentidos. Ante la larga impotencia, el rencor se hace viral, se disemina, viaja a lomos de la diáspora y sus hieles. Qué dilema inacabable. Quizás es hora de advertir que el apego a ese cepo sólo puede reeditar el calvario y destruirnos, una y otra vez destruirnos. El resentido es el “único animal que para actuar tiene que devastarse antes a sí mismo”, dice Luis Alberto Ayala Blanco: entender eso podría ayudarnos a superar la histórica maldición, la “tara emancipadora” de quienes jamás perdonaron ni aprendieron a mirar hacia adelante.

@Mibelis

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