Escrito el dos de junio
En este día, los italianos celebran su día nacional; es el aniversario del referendo que aprobó la abolición de la monarquía y la creación de la república actual. Sucedió en 1946, finalizada la Segunda Guerra Mundial y habiendo acabado la visión totalitaria del Estado que preconizaban Mussolini y sus fascistas. Traigo el tema hoy porque quiero tocar varios aspectos de ese hecho histórico ya que la circunstancia venezolana se está pareciendo mucho a esa época.
Primera semejanza: como jefe del Estado había una figura que no mandaba; todo lo que firmaba se lo traían hecho. Lo que hacía era convalidar lo que decidían personajes tenebrosos que estaban más abajo en la jerarquía y que se aprovechaban de sus cargos para halar la brasa para su sardina. La única diferencia: que la cabeza del Estado italiano era un noble con siglos de ascendencia en la península, mientras que, por aquí, todavía no sabemos dónde nació ni cómo llegó a ocupar una posición que exige que, además de ser venezolano por nacimiento, no se tenga una segunda nacionalidad. Pero eso como que es el leitmotiv revolucionario: de Tarek El Aissamí para abajo, abundan los jerarcas que incumplen con ese requisito constitucional.
Aquí en Carabobo, por ejemplo, tenemos un gobernador que tiene doble nacionalidad, siendo que este estado —según la infinita sabiduría del Tribunal de la Suprema Injusticia— es un estado “fronterizo” porque, dicen ellos, limita ¡con Curazao! Siempre he argüido que Carabobo no puede serlo porque su límite norte es la línea de la más baja marea, que este estado no tiene ni un centímetro cúbico de agua salada; que, entonces, con quien limita es con el mar territorial de Venezuela. Pero si el argumento de los “magistrados” sirvió para impedir que un candidato se postulara para alcalde ¡de Valencia! —lugar desde donde ni siquiera se puede ver el mar—, igual impedimento debieron alegar cuando este neodrácula decidió lanzarse. Pero no; como este es copartidario de los “magistrados”…
La segunda similitud es el empleo de matones para intentar acobardar a los adversarios (que ellos creen que son enemigos). Los fascistas se sentían por encima de la Ley, igual que los colectivos de aquí. Si allá, en esos tiempos, eran pagados, armados y dirigidos por el régimen, por aquí estamos igualitos.
El tercer paralelismo está en el empleo de cagatintas para que pasen leyes que sirvan para hostilizar al adversario. Si Mussolini y sus compinches promulgaron las llamadas “legislazione fascistisime” para declarar la caducidad del mandato parlamentario, disolver los partidos opositores que pudieran hacerles la competencia, suprimir los medios contrarios al régimen, poner presos a cuantos líderes les resultaran incómodos; en nuestra tierra, que fue de gracia, actualmente se cometen las mismas tropelías. Los tinterillos redactan las “sentencias” y la policía política y los matones a sueldo se encargan de hacerlas cumplir.
Todo eso, antes de que cesara el terror fascista. Después, luego de la creación de la república, comienza el imperio de la Ley. Y lo que quiero resaltar del comienzo de la Italia moderna es el Art. 1 de su Constitución: “L’Italia è una Repubblica democratica, fondata sul lavoro” (Italia es una república democrática fundada en el trabajo). Un artículo terso, nítido, que no puede ser interpretado de manera interesada, solo de la forma correcta. Ya, a los pocos años, por el trabajo, ese país empezó a resurgir de entre las ruinas de la guerra. Atrás quedaron los años en que se intentó mediante expediciones armadas —al igual que lo habían hecho los demás países europeos— conseguir colonias allende el mar para expoliar esas regiones en pro de la metrópoli.
La dura crisis de la postguerra obligó a muchos italianos a emigrar; a ganarse el pan duramente en otras latitudes. Con una maletica de cartón y cuatro mudas de ropa llegaron a todos los demás continentes. Y donde llegaron, conquistaron, pero no con las armas sino con el trabajo denodado. Nosotros, en Venezuela, aprovechamos esa savia nueva para apuntalar el progreso. De los trabajadores ítalos, nuestros obreros aprendieron que hay que sacrificar entre semana (surgió aquello de que no comían sino pan con mortadela y Coca-Cola) para que los fines de semana pudieran salir con la mujer y los hijos a disfrutar, no a dejar el salario en una mesa de un botiquín, como era la costumbre criolla. Los que tenemos cierta edad recordamos cómo eran las carnicerías antes y después de la llegada de los inmigrantes; de un local mugriento con unos ganchos donde colgaba las piezas de carne cundidas de moscas, a los establecimientos con nevera y cerámica en las paredes. Como ese par de ejemplos, pudiera ofrecer otros muchos, pero necesito las pocas líneas que me quedan para enfatizar que eso es lo que les ha tocado hacer a nuestros paisanos que han salido en la diáspora.
Desde Australia hasta Santiago de Chile, desde Alaska hasta Praga, los venezolanos que han emigrado trabajan con denuedo; unos en sus profesiones, las cuales les han hecho ganar un buen prestigio; médicos, ingenieros, profesores que no tienen que envidiarle a los de las ciudades donde llegaron. Otros, en labores más menestrales, pero no por ello menos meritorias. Un ignaro rojo (como la mayoría de ellos) trató de hacer befa de los venezolanos que tenían que lavar pocetas en otros países. Y le pararon el trote algunos que tenían esa ocupación: lo hacían eficientemente, en condiciones de mucha salubridad y con salarios que les permitían vivir decentemente y mandarle dinero a los familiares que dejaron atrás.
Me queda una última semejanza: el fascismo duró veinte años mal contados. El régimen nuestro no debe pasar de eso. ¡Todos a contribuir con el logro de ese objetivo!