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Entrevista con Christine Lagarde: “El sistema capitalista deja margen suficiente para la renovación”

Durante los años noventa se puso de moda el Consenso de Washington, una síntesis de las opiniones que compartían los gurúes económicos más influyentes de Washington, en particular los del Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y el Gobierno estadounidense. El Consenso prescribía las medidas que debían tomar los gobiernos para que sus economías prosperaran. Muchos países adoptaron la fórmula (o, al menos, anunciaron que seguirían esa dieta): libre comercio e inversiones, prudencia fiscal, privatizaciones, etcétera. Pero llegaron las crisis financieras: México, Rusia, Brasil, Tailandia y muchas otras. ¿El culpable? el Consenso de Washington. Así, los mismos políticos que antes lo encomiaban se transformaron en feroces críticos. Años después, la crisis económica de 2008 contribuyó a desprestigiar aún más cualquier idea emanada de Washington (o aprobada por Washington).

Además, en este mundo lleno de fracturas políticas, los consensos se han convertido en una especie en peligro de extinción.

Sin embargo, al prepararme para entrevistar a Christine Lagarde, quien fue ministra de Economía de Francia y quien desde 2011 dirige el Fondo Monetario Internacional (FMI), me di cuenta de que ha aparecido un nuevo consenso, no en relación a las políticas económicas a seguir sino con respecto a ella: el Consenso sobre Lagarde. Christine Lagarde, de 59 años, es “inteligente”, “competente”, “encantadora”, “dura”, “buena gestora”, “honrada”, “ambiciosa”, “elegante”, “atractiva”. Estas son algunas de las cualidades que suelen emplear para describirla otros líderes económicos, políticos, periodistas, conocidos y colegas. “Resplandece”, dijo el profesor francés Dominique Moisi.

El nombre de Lagarde aparece también de forma habitual en las listas de los que tienen más poder en el mundo, y forma, junto con Angela Merkel y Janet Yellen –gobernadora de la Reserva Federal de Estados Unidos– el trío de mujeres más poderosas del planeta.

Me cito con Lagarde en su despacho, en Washington. Está acompañada por tres miembros de su equipo (que no pronunciarán una sola palabra en todo el tiempo) y empieza por ofrecerme un dátil. Con su vestido rojo y pendientes a juego, puede que no resplandezca, pero desde luego su rojo contrasta con los colores grises de rigor en las oficinas del poder en Washington.

Le leo la lista de atributos que suelen aplicársele y le pregunto si está de acuerdo con el Consenso sobre Lagarde. “No estoy segura con lo de ‘ambiciosa’”, se apresura a contestar. “Bueno… mire dónde está”, le digo, mientras recuerdo –aunque no lo menciono– la feroz campaña que hizo con distintos países, desde China hasta Brasil y desde Rusia hasta Japón, con el fin de obtener los votos necesarios para ser nombrada directora gerente del FMI.

“Si soy inteligente o atractiva, son otros quienes deben decirlo, pero mi reacción a que me llamen ambiciosa se debe a que me parece sorprendente y totalmente equivocado”, insiste.

Cree que la ambición no ha tenido mucho que ver con su brillante trayectoria tanto en el sector privado como en el público, en dos continentes, como abogada y como política. Los puestos de responsabilidad han sido una constante en su vida. Sin embargo, dice que no se siente poderosa. “Ojalá”, añade, “porque, si lo fuera, podría reducir el desempleo, crear las condiciones para el crecimiento, introducir más sentido común en unas salas con demasiada testosterona y demasiados egos… Son cosas que me encantaría hacer pero no puedo”.

La recuperación de la economía mundial

¿Ha entrado el mundo en un largo periodo de crecimiento lento, lo que los economistas llaman estancamiento secular? Lagarde dice que prefiere el término “nueva mediocridad” para describir la situación. Explica que en los dos últimos años, y este año también, la economía mundial ha crecido a un promedio del 3,5%, exactamente el mismo ritmo al cual creció en promedio en los últimos 20 años.

Es decir, que la situación actual no es muy diferente a lo que ha sido la norma en dos décadas. Lo que ha cambiado, advierte Lagarde con preocupación, es la naturaleza de ese crecimiento. “No está creando los puestos de trabajo necesarios y la insuficiente creación de empleo se distribuye de una forma que no responde a las necesidades. Tampoco está estimulando la productividad, y lo sorprendente es que los países emergentes, que podrían estar creciendo mucho más aceleradamente, no lo están haciendo”.

Cuando le pregunto si este crecimiento insuficiente tiene algo que ver con los programas de austeridad adoptados en muchos países tras la crisis de 2008, Lagarde responde que, a su juicio, el debate entre austeridad y crecimiento es falso. “No se excluyen entre sí. Es posible tener disciplina fiscal y un crecimiento fuerte”, asegura.

El pragmatismo, que le hace conciliar posturas que otros consideran irreconciliables y evitar posiciones rígidas, dogmas y prejuicios ideológicos, son otras de las cualidades que nutren el Consenso sobre Lagarde. Es la misma actitud que mantiene cuando habla de las desigualdades económicas, un asunto que no solía ser prioritario para el FMI.

Christine Lagarde le ha dedicado mucha más atención y está especialmente interesada en las consecuencias que tienen para las mujeres las políticas que recomienda el Fondo. Thomas Piketty, el famoso economista francés, opina que el aumento de las desigualdades económicas se debe a fuerzas muy arraigadas en el sistema capitalista. ¿Está ella de acuerdo? Lagarde evita refutar directamente el argumento de Piketty y dice: “Creo que el sistema capitalista deja margen suficiente para la innovación y doy gran valor a las fuerzas de los mercados, pero en un entorno normativo que proporcione a los gobiernos las herramientas necesarias para reaccionar ante las desigualdades”.

Se suele decir que la tecnología, el comercio internacional, el sistema financiero y las políticas gubernamentales son los principales motores de la desigualdad. ¿Cuál de estos factores considera que es más culpable? “La tecnología”, replica, “pero también el mundo de las finanzas, donde se concentran recursos inmensos en manos de un pequeño grupo. Y también añadiría la cultura.

Sobre todo, cuando la cultura limita las oportunidades de las mujeres. Y la corrupción, por supuesto”. El mundo de las finanzas y el comportamiento de los financieros son temas que le irritan. En una ocasión fui testigo de su impaciencia con los banqueros en Davos, la reunión anual de dirigentes empresariales y gubernamentales. En aquel entonces era ministra de Economía de Francia, y la crisis financiera mundial estaba en su peor momento. Varios de los principales banqueros mundiales tomaron la palabra para felicitarla por lo bien que lo estaba haciendo. Lagarde les interrumpió con brusquedad y les dijo que dejaran de felicitarla, que se dedicaran a hacer bien su trabajo y empezaran a conceder préstamos otra vez. Era necesario que el crédito empezara a fluir para estimular la economía, pero los bancos, reacios a asumir riesgos en un ambiente de tanta incertidumbre, habían dejado de prestar dinero, con lo que habían empeorado la situación.

Cuando ahora menciono esta anécdota, ella asiente y se ríe: “Sí, ya lo sé. Aquel día no me gane muchos amigos que digamos”. ¿Le preocupa que las cargas y costes de la crisis financiera hayan recaído desproporcionadamente sobre los pobres y la clase media y mucho menos sobre los banqueros y financieros que tomaron muchas de las decisiones causantes del problema? “Sí, me preocupa mucho”, responde, “y por eso hemos trabajado para cambiar la situación.

Antes, cuando un banco entraba en dificultades y necesitaba un rescate, este se hacía con dinero de los contribuyentes. Ahora hemos creado un sistema que hace recaer los costes sobre los accionistas de las instituciones financieras que sufren esas dificultades”. ¿Es ahora más seguro el sistema financiero mundial? “Sí; hoy, los gobiernos tienen las bases legales, la competencia y la autoridad para actuar de forma más eficaz”. ¿Le preocupa la elevadísima concentración de activos financieros en unas cuantas instituciones de gran tamaño? “Sí, por dos razones. Cuando era una joven abogada, me formé en derecho de la competencia y aprendí que la concentración limita las posibilidades de competir, y que eso es malo. Mi segunda preocupación es que, después de haber ocupado puestos de dirección, pienso que las organizaciones demasiado grandes y complejas se vuelven difíciles de gestionar y, si no se tiene cuidado, poco transparentes”.

Crisis en la zona euro

¿El proyecto europeo tiene fallos estructurales? ¿Puede ser estable un continente con una moneda única para distintos países con economías aún demasiado fragmentadas, cada uno con sus normativas y sus propias políticas fiscales? “Lo que describe usted es el pasado”, asegura, “porque, desde la crisis financiera, Europa ha progresado enormemente y ha abordado muchos problemas de los que menciona; el resultado es que el proyecto europeo es hoy más sólido que nunca”.

Es posible, le digo, pero la verdad es que muchos europeos, al leer esta entrevista, se preguntarán: ‘¿En qué mundo vive esta señora?’ Muchos están sin trabajo, su red de protección social ha desaparecido o está amenazada, el futuro de sus hijos no es optimista, las desigualdades son cada vez mayores, las tensiones sociales van en aumento. ¿Cómo puede pedir a esa población frustrada y preocupada que se sienta satisfecha con las reformas de las que habla?

“Lo sé. Estoy hablando del proyecto europeo, no de los avances. El proyecto europeo está más consolidado, es más fuerte y cuenta con mejores defensas. ¿Eso significa que han mejorado las condiciones para el crecimiento y la prosperidad? Todavía no. Pero se ha trabajado mucho en las áreas monetaria y fiscal. Y hay mucho avance en esto. Todavía queda mucho por hacer en materia de reformas estructurales, sobre todo respecto a las inversiones en infraestructuras. Estas dos palancas –las reformas estructurales y la inversión en infraestructuras– son absolutamente necesarias para estimular el crecimiento, pero los responsables políticos no las han utilizado todo lo que debieran”.

¿Qué opina de Alemania? En el pasado, Lagarde no ha disimulado su frustración con Angela Merkel y su negativa a tomar medidas más agresivas para estimular las economías europeas. ¿Esa resistencia forma parte de la ideología de Merkel?, pregunto. Después de una larga pausa reflexiva, Lagarde explica que no está segura de que sea algo ideológico, sino, más bien, “una mentalidad muy común entre los contribuyentes alemanes”. Enumera todas las ventajas que ha obtenido Alemania de Europa –desde el euro hasta la más libre circulación de la mano de obra– y dice que todos esos factores han impulsado su economía, basada en las exportaciones. Se apresura a destacar que está habiendo cambios que le parecen positivos: los salarios han subido en Alemania, y eso quiere decir que los costes laborales de sus exportaciones están a un nivel más similar a los del resto de Europa. También aprueba que Alemania esté poniendo en marcha ambiciosos programas de inversiones en infraestructuras. Hasta ahora, las inversiones públicas alemanas han sido muy inferiores a las de otros países europeos.

Lagarde, los hombres y las mujeres

Lagarde ha hablado mucho sobre la necesidad de situar a más mujeres en puestos de poder y, en general, crear más oportunidades para ellas. También ha dejado clara su decepción por el hecho de que, de los 24 miembros de la junta de gobernadores del FMI, 23 sean hombres. “No puedo corregirlo, porque les nombran sus respectivos gobiernos, pero me alegro de que en los puestos directivos del Fondo ahora haya muchas mujeres”, dice.

Para Lagarde, designar a mujeres para puestos de responsabilidad no es solo cuestión de justicia. Está convencida de que las mujeres tienden a gestionar el poder mejor que los hombres. Y nunca le ha dado miedo decirlo en público. Le leo algunas declaraciones que ha hecho al respecto: las mujeres son más incluyentes al gestionar y tienden más a crear consensos, son mejores líderes en tiempos de crisis, administran mejor los riesgos, compaginan mejor diferentes tareas, prestan más atención al detalle y, al mismo tiempo, tienen una visión más global de la vida. Asimismo ha dicho que, por el contrario, los hombres tienen el obstáculo de unos egos inmensos y demasiada testosterona.

¿No es esa una postura sexista?, le pregunto.

“No, es la realidad”, contesta sin pestañear.“Es algo que he visto con mis propios ojos durante mi vida profesional, cuando he sido abogada, gerente de una gran institución internacional, ministra de Economía y directora del FMI. Trato de animar a otros a que pongan a prueba a las mujeres y les ofrezcan la oportunidad de mandar, porque pueden hacerlo, y bien”.

Lagarde se ha mostrado también muy partidaria de la idea de “ir hacia adelante”, de que las mujeres busquen activamente oportunidades, presionen para tener más opciones y luchen para conseguir mejores condiciones de trabajo. “Creo que las mujeres, a veces, somos nuestro peor enemigo, en el sentido de que no tenemos en nosotras mismas la confianza que suelen tener los hombres. Es frecuente que empecemos una frase diciendo “Siento decirle que…”, o “¿Puedo decir algo?” Fíjese –es muy interesante– en que los hombres, en general, no lo hacen. Dicen lo que quieren decir. Piensan que eso es lo que se espera de ellos. Mientras que las mujeres tratan de persuadir, de demostrar sus argumentos. En ese sentido, yo animo a mis colegas femeninas a tener la seguridad suficiente para lanzarse”.

Existe otro debate en el que ella también ha intervenido, le digo, sobre si las mujeres pueden “tenerlo todo”. ¿Pueden tener una carrera profesional de éxito, pasar mucho tiempo en el trabajo y, al mismo tiempo, atender una familia y llevar a cabo todo lo que supone tener hijos y un hogar? “No necesariamente”, responde Lagarde, que se ha casado y divorciado dos veces y tiene dos hijos ya adultos. “Es muy difícil compaginar todas esas cosas. Y no somos perfectas. A veces, tenemos que poder administrar nuestro tiempo y nuestras expectativas, suponiendo que tengamos la confianza necesaria, y estar dispuestas a tardar un poco más, a hacer las cosas en otro orden. Pero no creo que por eso debamos renunciar a salir al mundo y llevar a cabo todo lo que somos capaces de hacer”.

Para terminar, le pregunto su opinión ante el hecho de que sus tres últimos predecesores en el cargo de director del FMI eran hombres europeos y los tres abandonaron el puesto antes de completar su mandato. Horst Kohler renunció antes de tiempo para ser presidente de Alemania, cargo del que después se vio obligado a dimitir, Rodrigo Rato se marchó a España para trabajar en el sector financiero y hoy tiene que defenderse de acusaciones legales por su gestión en Bankia y Dominique Strauss-Kahn se fue vergonzosamente, en medio de un escándalo sexual. ¿Qué piensa ella de todo esto? ¿Ve aquí un patrón? Christine Lagarde hace una pausa, me mira con fría intensidad y en tono decidido me dice: “Tengo la intención de llegar hasta el final de mi mandato”.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

Esta entrevista es iniciativa de la Alianza de Periódicos Líderes en Europa (LENA) de la que forman parte Die Welt, La Repubblica, Le Figaro, Le Soir, Tages-Anzeiger, Tribune de Genève y EL PAÍS.

Sígueme en Twitter en @moisesnaim

Moisés Naím (Caracas, 1952). Es licenciado en Ciencias Económicas, con máster y doctorado por el Instituto de Tecnología de Massachussets. Ha sido profesor en la Johns Hopkins School for Advanced and Internacional Estudies y en el Instituto de Estudios Superiores de Administración en Caracas. Entre otros cargos, ha sido director ejecutivo del Banco Mundial y ministro de Comercio e Industria de su país. Colabora en diversos periódicos como Washington Post, Los Ángeles Times, New York Times, Newsweek y con una columna semanal en El País. Fue director de la edición estadounidense de Foreign Policy, que circula en 160 países y se publica en siete idiomas, desde 1996 hasta 2010. Investigador del Carnegie Endowment for International Peace (Washington, D.C.). Su obra se compone de libros de economía y política internacional, entre los que destacan: Venezuela, una ilusión de armonía, con Ramón Piñango; Tigres de papel y minotauros: La política de reforma económica en Venezuela (1993); Lecciones de la experiencia venezolana, con Louis Goodman, Johanna Mendelson, Joseph Tulchin y Gary Bland (1994); La política de competencia, desregulación y la modernización en América Latina, con Joseph Tulchin (1999), Estados Alterados: Globalización, Soberanía y Gobierno (2000), Ilícitos (2006). En abril de 2011 recibió el Premio Ortega y Gasset por la más destacada trayectoria profesional y también “su enorme capacidad de análisis que lo convierten en una referencia imprescindible en lengua española». En 2014 publicó “El fin del poder”.

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