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Entre invasiones vamos

En el oficio político los pases a la ofensiva son intercambiables. Hasta hace pocos días el gobierno de Maduro estaba contra la pared, asediado por las escalofriantes noticias sobre la economía, el agudo deterioro social y la pestilente corrupción de gente del gobierno, cuyas dimensiones superan todo lo conocido. Las encuestas reflejan en cifras este panorama estremecedor, incluido el profundo deterioro de la popularidad del presidente Maduro y la muy probable derrota del oficialismo en las elecciones parlamentarias de este año.

Nadie debería esperar que el otro se resigne a la adversidad. Solo era cuestión de conocer cuál iba a ser la respuesta. Ahora la tenemos a la vista. El ángulo represivo sigue intacto y más bien se intensifica. El gobierno intenta crear un ambiente propicio para inhabilitar partidos de la oposición y encarcelar a sus líderes; y de paso, parece tantear reacciones a ver si fuera posible cambiar las reglas electorales.

También era obvio su empeño en colocar en el centro de la mesa la desteñida, la aburrida bandera del magnicidio golpista, que por usada, abusada y no sustentada, ya no convence a nadie.

Consciente de esa limitación, la contraofensiva gubernamental se ha venido centrando en la manoseada invasión supuestamente preparada por el país más poderoso con el objeto de «apoderarse» del petróleo venezolano, cuya importancia para EEUU pierde rango porque el cambio del mercado de hidrocarburos es estructural e irreversible Cuando la industria «aceitera» venezolana ­como algunas veces la denominó Rómulo Betancourt- era una de las primeras abastecedoras mundiales de carburante y Pdvsa estaba entre las petroleras más prestigiosas y consolidadas del mundo, nadie pensaba que pudieran llover invasiones para apoderarse de ella.

¿Por qué ahora sí, desacreditada y en la ruina como está? Apropiarse de industrias petroleras no parece ser política de EEUU. Sus razones tendrá. No se «apoderó» ni de un yacimiento iraquí cuando ocupó aquel país después de la Tormenta del Desierto. Supongo que hacerlo le resultaría oneroso y contraproducente. Tampoco piensan los eventuales afectados que tomará la industria petrolera de México, Trinidad-Tobago, Brasil, Argentina e incluso Colombia, cuya producción es ya la mitad de la de Venezuela, en buena medida por el impulso proporcionado por los estupendos profesionales que el gobierno de Chávez echó de la industria y del país.

Maduro ha tenido éxito, aunque sin vocación de futuro. Ha puesto a sonar los tambores de la resistencia contra la invasión norteamericana. Reunió a la consabida y demasiado alineada ALBA y logró algunas sonoridades más, entre las cuales una de de los No Alineados, Organización que habiendo llegado a la cumbre en la Conferencia de Belgrado de 1961, ni remotamente dispone hoy de la fuerza que supieron imprimirle Tito, Nerhu y Nasser.

Pero no le hace, son apoyos cuando los necesita. Solo que se trata de respiros pasajeros y precarios si los contrastamos con el fracaso integral del llamado «modelo» chavista.

¿Creerán -sin sonreír por lo bajo- los calculadamente indiferentes al drama del país convocados por Maduro, en la proximidad de un desembarco de marines, especialmente en un momento como éste, tan internacionalmente trabado? ¿Lo creerá la cúpula del gobierno? No, obviamente no, avisados como están de la renuencia de Obama a enviar soldados a escenarios mucho más intensos.

Pero no le hace, hay que hacer ruido y solapar las irritantes «colas», las sistemáticas violaciones a los DDHH. ¿Hombre, por qué no aferrarse al viejo ardid de «la Patria amenazada», tan útil para asordinar reclamaciones calamitosas? Dado que hablamos de invasiones citaré la rechazada en 1902 ­esta sí con probidad- por el aspavientoso presidente Cipriano Castro. ¡La planta insolente del Extranjero ha profanado el sagrado suelo de la Patria!», clamó aquel hombre.

Gran Bretaña y Alemania habían remolcado la «Flota» venezolana hacia Curazao y Trinidad, cañonearon la fortaleza Libertador en Puerto Cabello y se proponían ocupar las aduanas para cobrarse compulsivamente sus acreencias. Con todo y lo teatral que era, don Cipriano fue coherente. Llamó a la unidad nacional para enfrentar la agresión, puso en libertad a los presos políticos y abrió a los exiliados las puertas del país. Conducta irreprochable aunque pasajera porque poco después volvió a poblar con disidentes las cárceles del país.

¿Procedió Maduro a hacer algo similar? Ha llamado a la unidad, tal como en su momento don Cipriano, pero sus presos siguen presos, la represión se incrementa y la habilitación que le ha dado el dócil Congreso para legislar sobre cuanto que le venga en gana, hace temer un uso malicioso de sus flamantes poderes, para completar el círculo totalitario que llama hegemonía comunicacional; «dictadura comunicacional» prefiere nuestro gran comunicólogo Marcelino Bisbal. En fin, sacudirse la derrota electoral que lleva pintada en la frente.

Cipriano Castro era militar militarista. Maduro, civil. Podría esperarse más flexibilidad del civil que del militar pero ha sido lo contrario. El general Castro y el mundo podían «tocar» la agresión física de potencias europeas golpeando a un país inerme. Su mano tendida a los opositores resultó muy tangible, las cárceles se vaciaron y los exiliados retornaron. Mientras que la bombástica invasión sugerida por el presidente Maduro, emana de su imaginación y crepita como aceite hirviente. Queda en paños menores la «unidad nacional».

Estos gobernantes no repiten la boutade de Chou en Lai: “crean en lo que hago, no en lo que digo”. Porque no honran con hechos sus promesas sino sus maldiciones.

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