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Endurecer al viento

¿Qué hacemos con el viento? Cuando lo veo estremecer con particular violencia la mata de mango, remecer y zarandear los arbustos del jardín, batir las hojas de las ventanas y revolotear la hojarasca espero que se calme, vuelva a ser aire y mientras cierro las ventanas me digo que el viento no es más que aire furioso por alguna maldad que le han hecho. O simplemente porque a veces, muy lejos de aquí, lo obligan a vivir en los desiertos.

Desde algún cuarto de hotel; en Jerusalén, pongamos por caso, puede escucharse por las noches al viento que avanza sin descanso desde Jordania o desde el desierto del Negev. Ululante, pero por momentos sordo o dormido aunque insistente, activo; a veces violento como si sacudiera al aire árido y caliente, como si se empeñara en recordarnos que también es soplo de vida, recorre sus espacios convertido  en aliento creador, en espíritu alado que puede ser noble y benéfico o perverso y letal. Aire de aurora o huracán de arena cargado de asperezas y maldad.

Sin embargo, se acepta que es cierta y tangible la belleza de lo imposible; se admite que hay poesía en la peligrosa y temible soledad y aridez del desierto.

Al principio, la ciudad que muestra el Apocalipsis es un fascinante lugar con un muro grande y alto con doce puertas, y en las puertas doce ángeles con sus nombres escritos, que son los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel y al oriente del sitio tres puertas; tres mas, al norte y tres al mediodía y otras tres al poniente. El muro de la ciudad, asegura el Apocalipsis, se apoya en doce fundamentos y en ellos los doce nombres de los doce apóstoles del Cordero. Y el viento! Me habría gustado entrar por una de aquellas puertas y encontrarme con  el deslumbramiento.

Los ermitaños y los demonios de las tentaciones han amado con igual destello  la perfecta y abstracta soledad del desierto y en Jerusalén durante la noche se escucha la voz del viento que brota de esa misma soledad. En el desierto de Israel  reina el sol como energía de vida. Su ardiente y extensa aridez se compara o se asocia con el reino de la espiritualidad y de la abstracción, pero también con una vida vegetal que allí crece por el milagro de la tenacidad e imperiosa voluntad de sus gentes. También es en el desierto donde algunos encuentran la pureza de la beatitud, el valor para defenderse de las ofensas de figuras infernales, y el propio Jesucristo de las tentaciones de Lucifer. ¡Es limpio!, reconoció Lawrence de Arabia al referirse al desierto que lo hizo famoso.

Significa mucho afirmar no solo la sorprendente y secreta capacidad de explorar y conocer nuevos mundos ocultos dentro de uno mismo sino la necesidad de perfeccionar nuestros propios horizontes. Quienes han estado frente al Muro de las Lamentaciones han sentido no solo la potencia de lo que es sagrado sino el poder del tiempo. Para los caraqueños, contrariamente, el tiempo carece de sacralidad. Es demasiado joven y presuntuoso. La funcionaria impávida limándose burocráticamente las uñas, acostumbra preguntar, sin dignarse a mirar al solicitante de una determinada gestión y tomándose la libertad de jugar con un tiempo ajeno: «¿Mi amor, puedes venir mañana?».

«Para los caraqueños, a veces, solo es sagrado el Ávila, la montaña que los separa del color esmeralda del mar Caribe. Cuando Boris decidió irse del país y marcharse a España miró al Ávila y le dijo: «¡Ávila, tú te quedas, pero yo me voy!» Y Ávila se quedó; y mientras espera que él vuelva sigue constantemente cambiando de color gracias al sol que acaricia al Capin Melao que allí nace y se extiende en las faldas de la montaña.

En cada papelito colocado en las pequeñas grietas o hendiduras del Muro de las Lamentaciones; en cada oración densa y silenciosa o en el rumor de las súplicas; en todos y cada uno de los gestos y movimientos y oscilaciones de los cuerpos al rezar, hay siglos de éxodo; y el pálpito y los anhelos han dado forma, valor y consistencia al tiempo porque el tiempo también recorre un dolor de siglos. Y mientras roza o se enfrenta al Muro, deja de lado la violencia y se acaricia a sí mismo. Siente que forma parte del Muro, que es también uno de esos anhelos y aspira ser uno de sus fundamentos o simplemente alguno de los deseos convertido en papelito que se inserta en sus grietas, rendijas o hendiduras.

Hace años, mi hijo Rházil, desde Londres, se aventuró a formar parte de un kibutz. Llamó por teléfono a Caracas para comunicarnos que abandonaba temporalmente sus estudios para irse a Israel con un grupo de jóvenes voluntarios a trabajar en una colonia agrícola comunitaria. Le dijimos en el acto que fuera, que abrigábamos la certeza de que sería una experiencia mucho más intensa y profunda que los estudios académicos que podía recuperar en cualquier momento.

Un año más tarde, regreso a Londres. Estábamos los dos almorzando en un restaurante con mesas en la acera y vimos descargar melones de un camión. Con contagioso orgullo dijo: «¡Papá, yo sembré y vi crecer uno de esos melones!» El adolescente que se aventuró a ir a Israel a trabajar en un kibutz limpiando gallineros, arando y sembrando árboles frutales y hortalizas, recogiendo cebollas, pimentones y melones, levantando cercas y socializando con chicos como él llegados de cualquier lugar del planeta, era ahora un hombre diáfano y abierto en su actitud hacia el mundo, decidido y maduro de talante y espíritu después de vivir la dura y beneficiosa vida de un humilde granjero o labrador, de escuchar al viento del desierto y deleitarse acaso con las danzas del Yemén.

¿No es maravilloso que sea una fruta, un melón o el sonido del viento que canta al arrastrarse desde el desierto o acaricia a quienes hunden sus anhelos o desventuras en el Muro del Tiempo lo que contribuirá a moldearnos la vida y a endurecernos el carácter?

Sin embargo, en un paseo por los lugares históricos y sagrados de Jerusalén, por calles peatonales con asnos cargados de bultos y tiendas ofreciendo mercancías de vivos colores, mi hijo intuyó algún movimiento inadecuado, un asomo de alerta en el aire.

Esa tarde una bomba estalló en el rincón de uno de aquellos callejones.

¡El viento también se endureció! ¡Comenzaba una guerra que no parece acabar nunca!

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