Elvia Ardalani: De Cruz y Media Luna
Alegre y consternada / abierta a la pared de las memorias / de una especie brutal / me reproduzco
Los términos cruz y media luna sugieren enfrentamiento, pugna, tensión, guerra: traen a la memoria los atávicos conflictos que han caracterizado la historia desde los tiempos ancestrales, y que aún hoy, incomprensiblemente, conmueven al mundo contemporáneo.
Rememoran la sangrienta conquista de Jerusalén por unos cruzados cristianos amparados por la Cruz (Dios lo quiere) y las batallas del sultán Saladino que propiciaron la recuperación de la Ciudad Santa para júbilo de los seguidores de la Media Luna. Sugieren el denodado esfuerzo de los panaderos vieneses para darle forma al croissant y comerse figuradamente a la Media Luna que flameaba desafiante en los lábaros de Solimán el Magnifico durante su asedio a Viena. Evocan la Batalla de Lepanto donde los barcos de la Cristiandad, comandados por Juan de Austria, derrotaron a los bajeles otomanos del Islam, liderados por Alí Bajá, para expulsar definitivamente al turco del Mediterráneo y devolverle la tranquilidad al Papa Pío V, a Felipe II y a los demás aliados de la Liga Santa. No me atrevo a comentar los más recientes y cruentos acontecimientos en los que la Cruz y la Media Luna se han enfrentado de nuevo para confirmar que el hombre está hecho para la guerra y no para la paz.
Afortunadamente, este no es el caso del poemario De Cruz y Media Luna, Claves Latinoamericanas, Edición bilingüe, México, 2006, en el que Elvia Ardalani (Hermosa Matamoros, 1963) resuelve los conflictos inveterados, las pugnas milenarias, las luchas fraticidas; amparada por los versos de Jalal –e – Din Molana Rumi, la poeta expresa su pacífica y amorosa intención poética: “Los amantes tienen una fe propia. Su sólo credo es el amor”.
Y es que esta poesía sincrética, mestiza, hibrida, conciliatoria, viene del amor y a él se debe. La poeta – profesora también de Lenguas Modernas de la Universidad de Texas – Pan American – desposó un kurdo iraní de Kuymars por nombre, con quien ha procreado tres hijos: Arz, Shwan y Horam. Muy tempranamente la rapsoda aprendió que no había casado sólo un cuerpo diferente sino también una cultura, una religión, una familia de otro cuño y naturaleza. Sin ambages, Ardalani, amorosa, admite: “Camino con tus pies, / reconociendo en cada callejón, la última piedra. / No me avergüenzan nada mis zapatos sumisos / que te siguen por la escarpada ruta de la infancia / ni mi torpeza para vestir el velo (…) Camino con tus pies / porque no tengo más camino que el tuyo / más jornada que ésta de callejuelas intrincadas, / de casas labradas en la arena / y mujeres que asoman para vernos pasar / mientras andamos con tus pies desolados, / y las manos unidas, buscando los restos / de tu padre”.
El poemario de marras es un permanente y sentido canto a un amor que tiene dimensiones diferentes y complementarias: es una trova al amor colateral expresado en ardientes y eróticos versos que la amante dedica extasiada a “un compañero en la luz, compañero en la sombra” que súbito arribó desde el Oriente persa para colocar entre sus piernas “la espada de esmeraldas / que matará el dragón” y liberada de prejuicios y amenazas transportar , así como se tratara de un cuento de las Mil y una noches, a la amada – a su Sherezade tropical – a las arenas enredadas por el viento, “a la selva que nos guarda / de la muerte insalvable / el indómito espacio temporal / que nos ata”. Elvia sucumbe sin defensas ante el embate apasionado, ante la cimitarra desconocida, pero bienvenida, que desgarra ansias y humedece tempranera la arcilla de cuerpos sin apremios. Confiesa sin ambages la poeta que: “somos dos mudos ciegos / dos sílabas unidas / en mí trenzas tu vientre / en ti trenzo el infinito / el grito de mi boca mordida / que te llama / para mi noche sólo / tu noche oscura y vasta / para mi noche sólo / tu jungla amanecida”.
Amores plurales y sin contradicción son traducidos también en versos de tolerancia y esperanza. Libre de ataduras devotas e inquisitoriales, la poeta emprende el rumbo de lo ignoto para construir inéditos viables, novedades posibles. Sacudida por lo no visto, pero ahora conocido, interiorizado y comprendido, la poeta visita realidades propias y recuerdos ajenos: los padres de su esposo, sus suegros lejanos pero próximos, son rememorados para hacerse presencia en una poesía que anula distancias y diferencias.
Habib, el también abuelo, perseguido por comunista, oculto de la aterradora policía política en un sótano inhóspito, es evocado en su vida y en su muerte, Elvia escribe: “Te imagino, Habib, / te imagino pensando en tus nietos, / maderos de una cruz desconocida , leche clara / de tu alta media luna, / y les escribes, / les mandas una carta que nunca llegará / cuando tu no estés, / cuando hayas huido al fin por la ventana de tu cuarto / subterráneo / para dejarnos sólo la imagen de tu mundo escondido, / abuelo, / babá bozorgh, / te imaginamos”.
Y esa muerte única es paradójicamente doble, porque el hijo desconsolado, el esposo desolado, el padre acongojado, muere también con el progenitor lejano, con el patriarca que salió de la oscuridad para morir a la luz del día; la poeta lo retrata en sus afueras y en sus adentros: “Con tu camisa negra, con tus miedos, / arrepentido de ser cuando él ya no es, / con los ojos ceñidos por círculos morados, / con tu sueño de niño atosigándote y quizá/ algún monólogo continuo permutando vigilias, / te preguntas entonces como viven / los huérfanos”.
Arababé, la madre, la esposa, la abuela, la suegra, es también objeto de versos que hablan de ternura y de libertad; rememora la poeta sus piadosos rezos en la mezquita: “limpias sus manos y sus pies, / contrito el rostro”; hablándole a su otra madre, a la otra abuela, la materna, “verbal, impredecible, emocional”, la poeta mexicana concluye: “entonces el recuerdo me devuelve a arababé, / cantando en su lengua de hielo / y el olor a madera / a quién sabe que cárcel / se desprende”.
Pero son esos juramentos indelebles – sus hijos – aquellos que como girasoles brotaron de un mar desconocido para hacer árbol fecundo a sus huracanadas entrañas – sedientas de nuevas luces y clarores, alimentados todos espléndidamente por el pan del vientre de la escritora – los que concitan sus más sentidos versos de amor, paz y reconciliación. La poeta los sabe mestizos en sangre y en cultura, Para ellos escribe este poema insigne, que le da título al libro, digno de estar en cualquier antología de poemas por la tolerancia, de versos para la concordia. Disfrutémoslo pacíficamente en toda su cadencia y extensión:
De cruz y media luna te forjamos la sangre
en una noche oscura,
ancestral y callada,
donde el amor perdió la pista de la historia.
Nos amamos sin miedo,
sin culpas de otros siglos.
Cerramos la ciudad.
El portón cobrizo del deseo nos protegió los nombres.
Le amé como una hambrienta,
me amó como un sediento.
Aprendí que en él podía ser otra,
Aprendió que en mí podía ser otro.
Depositamos la semilla sagrada
en el azul violáceo de mi vientre y esperamos en paz.
La noche del eclipse brotaste como el fuego.
Los pájaros callaron.
Él y yo nos miramos.
Hundimos los reproches de mil generaciones
en el dátil oscuro de tus ojos, en ti, recién llegado.
Yo coloqué la cruz que llevas en el pecho.
Él te puso en las manos la media luna blanca.
Y para que no quede ninguna duda de la vocación ecuménica de su poesía, del sustrato conciliatorio de sus versos, del contenido tolerante de sus más íntimas palabras, la poeta madre – regalándole su lengua – le comunica al hijo de dos razas, religiones y culturas, el de la Cruz y la Media Luna:
Tu padre te enseñará a rezar
inclinando la frente sobre el suelo
sencillo y limpio de una alfombra.
Hacia el este tu cara infantil
intacta de nostalgias.
Te habré enseñado yo a arrodillarte
y a cruzar por tu rostro la señal de otra fe.
Quizás un día te venga bien
recostar tu rostro adolorido sobre el
suelo y repetir un Padre Nuestro
o arrodillarte en una iglesia y cantarle
a Dios el Misericordioso, el Compasivo.
Se vale rezar en cualquier lengua
o no rezar.
La oración eres tú.