Ella, él…
Ella es venezolana y no tiene problemas. En el pasado, se preocupó por su seguridad. Salir de noche le resultaba una aventura. Sus padres no querían que saliera, pero ¿cómo no va a divertirse una joven?… “Hija, es que esas reuniones de ustedes son demasiado tarde… salgan de día” era la letanía de su mamá. “¡Hoy no sales, has salido toda la semana!”, reclamaba su papá. Y ella respiraba profundo y pensaba que no iba a pasar su juventud encerrada en su casa, ni las vacaciones como si estuviera estudiando. Tomaba precauciones, salía en grupo, procuraba que la escoltaran. Dormía en casa de alguna amiga si la fiesta terminaba tarde. Chequeaba por los celulares que todos hubieran llegado a sus casas. Hasta buscaba salir con panas que tuvieran carros blindados. Pero ella, hoy, ya no tiene esa preocupación. Es una venezolana sin problemas, nada que ver con nosotros.
Él es venezolano. Y tampoco tiene problemas. Nada agobia su alma. Nosotros tan angustiados y él no se afana por nada. Cuando estudiaba, lo preocupaba regresar tarde a casa. Vivía muy lejos de la universidad y estudiaba de noche porque trabajaba de día. Llamaba a sus padres a avisarles que iba saliendo. Si no lo hacía, ardía Troya. En ocasiones, le molestaba la angustia de su mamá, porque le parecía exagerada. “Mamá, no me va a pasar nada”… “Sí, mamá, tengo cuidado”… Las conversaciones con su padre se le antojaban infinitas. “Sí, papá, estoy bien”… “Sí, lo sé, se me hizo tarde, pero ya voy de regreso”.
Ella no tiene hambre. Sus necesidades ya no existen. ¡Y pensar las veces que se caló una cola para que le vendieran dos kilos de harina de maíz y medio de café! Hasta se llevaba un banquito plegable y un paraguas para no insolarse. Tenía que alternar las horas de estudio con las horas de la cola, porque su mamá trabajaba. ¡Cuántas veces no se llevó los libros para aprovechar el tiempo! Las noches que se acostó sin cenar son ya parte de la historia. Aquellos retortijones con el estómago pegado del espinazo no los volverá a sentir. Él tampoco tiene hambre. Ya no hace colas para conseguir los alimentos para su abuelita. Ya no tiene que escuchar las quejas de sus compañeros de cola, ni pagarle a precios de gallina gorda al bachaquero que está en la puerta del supermercado artículos cuyo costo son de gallina flaca.
Ella no necesita medicamentos. Nada la enferma, nada la turba. Atrás quedaron los días de buscar remedios en cuanta farmacia se encontrara. Dígame cuando le daba asma. Los inhaladores no se encontraban y ella ahogándose. Ya no tiene que pedir ayuda por Twitter, ni medicinas por el Facebook. Él tampoco los necesita. La verdad es que un muchacho sano y deportista nunca los necesitó. Pero ayudaba a su tío consiguiendo los remedios para la diálisis. Pero esos días de angustia por la diálisis de su tío, también terminaron.
Ella y él ya no hablan de lo que solían hablar con sus amigos. Están muy lejos los días aquellos cuando discutían hasta la madrugada sobre los problemas de Venezuela. Ya no tienen que tomar decisiones sobre irse o quedarse. Ya no sienten la tristeza de despedirse de sus seres queridos.
Ella y él son felices. Sí, son felices, porque ya no sufren. Ni por ellos, ni por sus familias, ni por Venezuela. Ellos están en otro plano donde no hay dolor, ni angustias, ni desesperanza: una bomba lacrimógena certeramente disparada a la cabeza y un disparo en el corazón con una metra de plomo los fulminó. Ambos fueron asesinados mientras protestaban por un país mejor.
@cjaimesb