El tiempo y la muerte en la poesía de Eugenio Montejo
A Carlos Pacheco, in memoriam
El buey que lleva mis huesos por el mundo,
el que arrastra mi sombra,
uncido a las estrellas, a yugos siderales,
va arando el tiempo…
(Del poema El Buey)
. . .
En la perdida tierra de mis ausentes,
este álbum casi invisible que cierro y abro
quema mis párpados velando ante su sueño.
No los despiertes hasta que me reúna
para siempre con ellos en la última página.
(Del poema Álbum de familia)
Eugenio Montejo
Para el poeta venezolano Eugenio Montejo el tiempo es lugar y la vida muerte, sin contradicciones, concurrentemente, uno y otro, ambas, son motivos suficientes y valederos para que la emoción madura del poeta tome rumbos que trascienden lo fugaz y lo estado, su aquí es el mañana, su allá el entonces: la muerte es vida por vivir, el tiempo espacio para dejar de ser.
Sin ambigüedades, el escritor, terminante y prolijo en comparaciones, concluye que – paradójicamente – el hombre dura menos que una vela, que un árbol, que una piedra, que un pájaro, que un pez fuera del agua: «casi no tiene tiempo de nacer… / Y sin embargo, cuando parte / siempre deja la tierra más clara.”
El tiempo, ese animal sin nomenclatura convocado a la vida, muy a nuestro pesar, por manecillas y carillones, por péndulos y segunderos, por campanarios y relojes se cuela, repta despacio, entre los versos del poeta para darle un carácter demoledoramente temporal a existencias cándidas que demandan eternidades y anhelan la infinitud. Montejo emplaza al crédulo existente a confrontar sin cortapisas su indefectible realidad; certero, juicioso, sin amparar ilusiones ajenas o propias, confirma indolente que: » No quedará nada de nadie ni de nada / sino el tiempo tras sí mismo dando vueltas; / el tiempo solo, invento de un invento, que fue inventado también por otro invento, / que fue inventado también por otro invento, / que fue…”
EL escritor desanda el mundo, va de ciudad en ciudad, desembarca en puertos de río y mar, en populosos o solitarios andenes de trenes y autobuses, pequeñas y grandes comarcas deambula acompañado y a solas; su errante naturaleza viaja por evidencias y fantasías, peregrina por personales terredades y se aventura a navegar en lejanos y desconocidos océanos. De uno y otro viaje, de cualquiera de los lugares visitados con los ojos del cuerpo o con los de la imaginación, de sus personales e intransferibles aventuras, Montejo retorna a sí mismo, fatigado pero no vencido, el poeta recoge en sus versos vagabundos los cantos de la tierra, en todos ellos, puerto más, ciudad menos: «El tiempo es redondo y atormenta…”
Poesía temporal nutrida de su propia finitud, los versos de Montejo anidan en el polvo y en las sombras, en los resquicios de la vida, en los intersticios de la existencia, efímeros, como el súbito tránsito del hombre sobre su vida, se renuevan con el pasar de las horas, son y dejan de ser como la existencia misma que viene y va:» tiene horarios / imprevistos, secretos, / cambia de ruta, sueña a bordo, vuela.”
Las palabras del poeta, a confesión propia, son inventadas por los ríos, por las nubes; empero, a pesar de ser leves y escritas con la niebla o el rocío, con el ingrávido vapor del aire, son un alfabeto pesado y perecedero, un fardo momentáneo y emotivo: «unas son fuertes, francas, amarillas, / otras redondas, lisas / de madera…”; del tedio que emana de todas ellas reunidas por el azar del tiempo, advierte el poeta, » se sirve la lluvia / al caer en las tejas.”
Nuestro escritor reconoce que «el tiempo no me habla de la muerte”, verso cierto, palabra justiciera: la muerte en los poemas de juventud de Montejo platica por sí sola, adquiere presencia exclusiva, dimensiones personales y familiares: es la propia y es la ajena.
La muerte en la obra poética temprana de Montejo conquista un calendario personal que discurre ciertamente más allá del tiempo, se instala ubicua en los versos del poeta como una posibilidad, como un recuerdo, y sobre todo, como un homenaje a los que se fueron para continuar estando, a los que aún viven pero con toda certeza partirán, como es el caso del propio poeta.
El escritor desempolva del olvido a sus difuntos para hacerlos más vivos, escucha embelezado el jazz de los muertos en su antigua casa, ausculta lejanos relinchos que anuncian rememoradas presencias: sus muertos andan con pasos de oro bajo tierra y a caballo. El rey Ricardo, hermano del príncipe poético, continúa amando a los suyos «con la nariz taponada de algodones”, la madre de sus elegos prosigue su infatigable labor de costurera de amores y afectos familiares hasta que «caes a copos de la aguja / y en dedales y ojeras nos coses hasta el fin / los vivos a los muertos, / tan honda que en ti desapareces.”
El padre del poeta regresa y duerme, no para siempre. Retorna de un inexistente olvido para nombrar otra vez al hijo, a su Eugenio, y darle nueva vida, renovados bríos, «soñándome las leguas del camino / que habré de recorrer.” La muerte, indiferente, sin exclusiones, va pasando su guadaña en los prevenidos versos de Montejo, cortando pábilos, segando luces; propios y extraños sucumben sin piedad, el poeta lo sabe y no lo oculta: «A tientas en la vaharada / que crece y nos envuelve, / charlamos horas sin saber / quién vive todavía, quién está muerto.”
El propio Montejo certifica una y otra vez, verso tras verso, que tiempo y muerte no son equivalentes: el tiempo lo hace vivir para la muerte que lo espera: así lo expresa y lo consigna para su personal epitafio: «Muero lo que puedo, pero no me adelanto /…/ Ya no soy joven Voy despacio /…/ El tiempo arrastra al sol tras la colina / y se lleva mis días uno tras otro, / pero no hablamos de la muerte.”
Tiempo y muerte en la trascendente poesía de Montejo se dan la mano, se hermanan sin siamiesidades, apostando cada uno y a su manera por la vida. Con Octavio Paz nuestro poeta bien podría concluir:
«Yo no escribo para matar el tiempo
ni para revivirlo
escribo para que me viva y me reviva”