El supremo cronista del poder
He estado presente en las celebraciones del centenario del nacimiento de Augusto Roa Bastos llevadas a cabo en Asunción.
Su vida parece a veces asunto de sus propias invenciones. Nació el 13 de junio de 1917 en Asunción, y pasó su infancia en Iturbe, un poblado de las selvas del Guairá, en el Alto Paraná, donde se habla por igual el guaraní y el castellano, lo que le dio esa lengua escindida, o doble, que habría de marcar su escritura no sólo en la tesitura verbal, sino también en su carga de tradición oral.
Su padre, Lucio Roa, llegó hasta allí como peón a talar árboles para abrir aquellas tierras al cultivo de la caña de azúcar. Con sus manos construyó los pupitres donde Augusto y su hermana Rosa, la mayor de los dos, se sentaban a recibir las lecciones que él mismo les impartía, una hora diaria después de la siesta de la tarde, porque nunca asistieron a la escuela pública.
Cuando se casó con Lucía Bastos se acercaba ya al medio siglo de vida, veinte años mayor que la esposa, con la que estuvo unido por otro medio siglo. Ella, de ascendencia francesa y portuguesa, estaba dotada de una buena voz de mezzosoprano, y, sensible a la literatura, fue cómplice de Augusto para que aprendiera la lengua guaraní prohibida por el padre. Leía a los dos hermanos episodios de la Biblia que luego comentaba en guaraní, y lo introdujo en los dramas de Shakespeare y en el mundo oral de las leyendas indígenas. Es cuando aprendió que los árboles guardan dentro de su corteza a seres silenciosos que se lamentan con quejidos lastimeros si son talados.
Luego su padre lo envió a Asunción para que siguiera sus estudios en el Colegio de San José, al cuidado de un tío suyo, el obispo Hermenegildo Roa. Fue cuando estrenó sus primeros zapatos. Vivir al lado de un pariente poderoso puede sonar a grato privilegio, pero según le contó a su amigo de toda la vida, el novelista argentino Tomás Eloy Martínez, “tenía un solo par de medias y vivía muerto de hambre”, el más pobre entre todos los alumnos hacinados en un dormitorio comunal.
El padre había encargado su custodia para el viaje a una conocida suya, que llevaba consigo un niño de pecho. Debían trasbordar de un tren a otro, con lo que debieron amanecer en la estación intermedia donde había un inmenso cráter provocado por un estallido de explosivos durante una de las tantas revueltas militares. Y cuando en la oscuridad la mujer dio de mamar a la criatura, él se prendió al otro pecho, la primera vez, dice, “que tuvo una sensación erótica”.
Esta escena pasó a las páginas de su novela Hijo de hombre, publicada en 1960, donde se relata la guerra del Chaco, que estalló en 1932, enfrentando a Paraguay y Bolivia por la posesión de unos campos petroleros que nunca existieron. Atizando el conflicto estaban detrás la Standard Oil y la Royal Dutch-Shell.
La novela de su vida apenas comenzaba. En 1947 huyó del Paraguay cuando el gobierno del general Higinio Morinigo ordenó su captura, vivo o muerto, acusado de conspirador comunista. Lo buscaron en las oficinas del diario El País, donde trabajaba como redactor, y tras escaparse en el último momento por la azotea pasó varios días escondido dentro de un depósito de agua vacío, hasta que pudo salir al destierro hacia Buenos Aires.
Escribió los cuentos de su libro El trueno entre las hojas, publicado en 1953, mientras servía como camarero en un hotel de parejas clandestinas. “El trabajo que hago no es exigente y me quedan muchas horas libres”, le dice en una carta a Tomás Eloy; “llevo bebidas a los cuartos y las parejas me dan propinas generosas. Cuando se van, recojo las sábanas y las toallas y las llevo a la lavandería…”
Fue también profesor en un taller de escritura, empleado de una editorial de partituras musicales, guionista de cine, y vendedor de seguros. Su exilio duró cerca de medio siglo. Ahora Paraguay vivía bajo el reinado del general Alfredo Stroesnner, llegado al poder en 1954.
Cuando en 1982 se atrevió a regresar, el dictador lo despojó de su ciudadanía y lo expulsó del país junto con su familia, acusado de tener “ideas bolcheviques, ultramoscovitas, y por querer adoctrinar a la juventud del país con dichas ideologías”, las mismas razones esgrimidas décadas atrás por el general Morinigo para perseguirlo.
Su gran novela, y una de las grandes de la lengua, es sin duda Yo el Supremo, de 1974, que retrata al doctor José Gaspar Rodríguez de Francia y Velasco, el Karaí Guazú, Supremo Dictador Perpetuo de la República del Paraguay, el célebre doctor Francia, llegado al poder al darse la independencia de España en 1811. Devoto de la ilustración, y lector de Rousseau, Voltaire y Montesquieu, convirtió al Paraguay en un sepulcro cerrado para quienes vivían en su territorio, sin mendigos ni ladrones ni asesinos, pero también sin enemigos, hacinados en los calabozos, o en los cementerios.
Esta novela de hondos registros verbales, y un prodigio de escritura, tiene por tema el “monoteísmo del poder”, según el propio autor, un mural móvil que corre a lo largo de la historia del Paraguay marcada por los desafueros y las excentricidades de sus caudillos. En muchos sentidos, yendo hacia el pasado, traza un relato contemporáneo de Stroesnner, derrocado por fin en 1989.
El poder, que según el novelista “constituye un tremendo estigma, una especie de orgullo humano que necesita controlar la personalidad de otros. Es una condición antilógica que produce una sociedad enferma. La represión siempre produce el contragolpe de la rebelión…”
El doctor Francia de Roa Bastos pugna siempre por salir del sepulcro. Es el astro central y absorbente de un sistema solar regido por la obediencia total, y las emanaciones de ese poder son letales, la primera de ellas la perpetuidad. No nos hemos librado de su fantasma empecinado.
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