El reto de la complejidad
En momentos en que la amenaza de guerra adquiere fisonomía precisa, pareciera que librarse de la lógica belicista resulta difícil para la humanidad. La concepción del amigo-enemigo, el nosotros-ellos schmittiano no da tregua; pulsión que regresa para desdibujar lo político. Una evolución genuina de la consciencia que conduzca hacia la superación de los problemas comunes, esa luminosa expectativa que dejaba colar Fukuyama al hablar del fin de la historia, luce otra vez esquiva. Y de hecho, miradas pesimistas como la de Walter Benjamin en pleno vértigo del siglo XX, quien creyó entrever en la Europa de su tiempo los rasgos inconfundibles de la autodestrucción, tienden a reavivarse. Una fatigada democracia, hoy especialmente amenazada por autócratas de disímil calaña, nostálgicos imperiales y conservadores ultranacionalistas, podría también acabar sofocada por el extravío, la falta de imaginación de los demócratas.
Geográficamente distante -no culturalmente exenta- de estas muestras de reflujo histórico, sobre una Venezuela víctima de sus propios desvíos también ha pesado el descrédito global de la democracia. Van 16 años consecutivos de declive, registra Freedom House. En un mundo que parece cada vez más propenso a despreciar las mediaciones y privilegiar la ilusión de la gestión “directa” y rápida de demandas, posicionar el discurso de la participación, de la construcción progresiva y conjunta de soluciones tropieza con incontables obstáculos. La dilación democrática llega incluso a hermanarse con impotencia. La deliberación, por ejemplo, es medio eficaz para dirimir conflictos, pero demanda un tiempo que no todos creen tener ni están dispuestos a dar. Disonancia entre ser y deber ser no falta, en fin. Por esa grieta, malversando la identidad de lo democrático, el populismo autoritario se cuela cómodamente.
A merced de la lógica del reemplazo compulsivo –lógica de la moda, observa Daniel Innerarity- la política podría ser percibida como algo irrelevante. Un camino “aparatoso”; no siempre propicio, por tanto. He allí el peligro. Y es que, acuciada por una era que no deja respirar entre un instante potencialmente caduco y su sustitución, la percepción de idoneidad de las instituciones tiene poco que ver con la que operó en otros siglos.
Los partidos, en tanto instrumentos para la conducción social, la interlocución Estado-ciudadanía, la agregación de voluntades y construcción de identidades políticas, no se libran de la fatiga que genera esa dinámica de cambio incesante. Una incertidumbre llevada a su máxima expresión no deja distinguir con claridad lo que ocurrirá en los próximos meses, mucho menos lo que puede pasar dentro de 2, 3 años… ¿cómo anticiparse a lo invisible, entonces, cómo diseñar programas de gobierno más o menos perdurables y que satisfagan a la vez a muchos ejes? ¿Cómo mantener viva la conexión con una sociedad cuyos intereses mutan a gran velocidad, que se licúan y rehacen permanentemente? ¿Cómo seguir luciendo joven, innovador y relevante en medio de un contexto tan volátil y, a la vez, inspirar algo de esa auctoritas que distinguió a los sólidos referentes del pasado?
Paradójicamente, la pelea contra la simplificación ha generado más simplificación. Un giro suicida, si se considera que las sociedades hoy nadan en la multiplicidad de visiones, en una tendencia a la diferenciación y la subjetivización que complica la idea de la integración coherente y ordenada. ¿Cómo concebir la “unidad” en ese casi inasible contexto? ¿Cómo acoplar la imagen del elefante, cuando cada ciego palpa y da fe aislada de apenas una de sus partes?
Para no ahogarse en esa liquidez de los tiempos que disloca formas y fondos de la política, quizás lo justo es armarse de plasticidad estratégica; ejercitar una mentalidad ampliada. Sensibilidad ante lo particular, afina Arendt. Distinto a esas modelizaciones que, a tono con lo que aconsejaba Clauzewitz, entrañan rotunda sujeción al plan de origen, lo prudente será fluir con la circunstancia. Esto es, ir ajustando enfoques e incidencias sin que ello se traduzca en renuncia a los valores de un ethos democrático de base.
Una renovación de los partidos en Venezuela -lo cual remite tanto a estructuras, procedimientos y reglas de juego como a abordajes discursivos y prácticos, las aproximaciones reflexivas a la sociedad- implicará lidiar con dicha complejidad. Aceptar que ya no se tiene control exclusivo del espacio público, compartir responsabilidades, configurar un “nuevo” sentido común, redimensionar el rol de mediación: espacios donde no cabe el ánimo salvacionista. En ausencia de presión electoral, ese es el tránsito que hoy desafía a instituciones que lucen tan anémicas, rotas y disociadas que no pocas veces se juzgan como innecesarias. No lo son, lo sabemos. Sin representatividad es difícil pensar la democracia. La acción de partidos resultará vital para aproximar a individuos que, a expensas de referentes sin durabilidad, acabarían convencidos de que reducir la política a una suerte de guerra ritualizada es lo que procede.
@Mibelis