El poder y la locura
Los temas que la literatura nunca abandona, porque se hallan en la sustancia de la condición humana, son pocos: el amor, la locura, la muerte, el poder. Lo sabían bien los trágicos griegos, sabios en representar el poder como una forma de locura; y no hay nadie más explícito que Shakespeare al examinar esta enajenación capaz de trastornar el mundo. A Eurípides se atribuye una frase lapidaria, aquella de que los dioses vuelven loco primero a aquel a quien quieren perder, como ocurrirá con Ricardo III, “alguien criado en sangre, y en sangre asentado”.
El poder entorpece la razón de quienes lo ejercen con desmesura, y entonces terminan llamando la atención de los dioses, que, según recuerda Herodoto, nunca se ocupan de las acciones de los pequeños e insignificantes, porque estos, alejados del ruido, no suelen despertar sus iras, “puesto que la divinidad sólo tiende a abatir a aquellos que descuellan en demasía”. Para eso, en lo alto del Olimpo tienen a su disposición a Némesis, la deidad de la venganza, presta a lanzarse contra el demonio de la hubris, esa enfermedad que enajena los sentidos y pierde a los mortales encumbrados en su vanidad y en su orgullo destructivo cuando son dueños del mando absoluto.
Némesis castiga sin piedad a quienes se erigen por encima de los demás mortales sin atender a ninguna clase de límites, sordos a los clamores de la ley y a las voces de la cordura, porque se convierten en posesos de esa hubris que emponzoña sus cerebros y los nubla de vapores maléficos. Es la locura a que Lady Macbeth incita a su marido para apoderarse del reino usando de los instrumentos más mortíferos y eficaces, la traición, la vileza, la falta de escrúpulos, la perfidia, y el asesinato como necesidad de estado.
En Historia social de la locura, Roy Porter explica que al imaginar el poder, la locura se vuelve a la vez impotente y omnipresente; y desafiando las estructuras normales que sirven de limite a la autoridad para darle los equilibrios necesarios, la locura se entrega a un diálogo sin fin con su propia víctima, que es más bien un monólogo monomaníaco sobre el poder.
El síndrome de hubris tiene hoy categoría clínica gracias al médico y político británico sir David Owen, quien define las características principales de este padecimiento mental, tan viejo y persistente, en su libro de 2008 En el poder y en la enfermedad; un trastorno de la personalidad que no se da sino en el medio de cultivo del poder, que lo activa y exacerba.
Este enfoque patológico permite elaborar elementos de diagnóstico aún al profano. El poder que enajena los sentidos y altera radicalmente la conducta es aquel que llega a tener carácter de absoluto, y que ha sido conseguido gracias a un éxito aplastante, por ejemplo una revolución armada, un golpe de estado, un triunfo electoral avasallador que como consecuencia favorece la supresión de las reglas del juego democrático.
En todo caso, el líder predestinado obedece a su propia obsesión y se quedará por largos años, las más de la veces sin plazo definido, y sin controles ni contenciones, porque todo el aparato de estado llega a funcionar bajo su arbitrio único. El tiempo desaparece de su mente, y aún la idea de la muerte le llega a parecer extraña.
Entonces el cuadro de dominio que construye en su cabeza pasa a componerse de elementos absolutos, que eliminan toda mesura y discreción: quien consolida el mando sin término ni restricciones sólo atiende su propio criterio obsesivo; se niega a escuchar a los demás, rechaza los consejos, y quienes lo rodean temen expresar sus propias opiniones; la impulsividad se vuelve la regla, y el examen de los detalles al tomar las decisiones se torna irrelevante porque lo que importa son los propósitos mesiánicos. Es el iluminado sentado para siempre en el trono, contemplándose en el espejo de su propia gloria.
Es un poder narcisista, y lo único que vale es la búsqueda obsesiva de un lugar en la historia. El qué dirán de los siglos. Es cuando el dueño del poder absoluto comienza a hablar en tercera persona al referirse a sí mismo, o se envuelve en el nosotros mayestático.
Ya no responde de sus acciones ante sus conciudadanos, sino sólo ante Dios, o ante la Historia, entelequias suyas. Y si de alguna manera llega a pensar que no es comprendido en su tiempo, tiene la certeza absoluta de que el futuro, que también es propiedad suya, le hará justicia.
Al alejarse del diálogo con sus consejeros y subalternos, se queda solo, por supuesto, ya que ahora sólo es capaz de hablar consigo mismo. Es el monólogo de la soledad, donde sólo hay autosatisfacciones y justificaciones complacientes ante cada acción emprendida. Así, la pérdida de contacto con la realidad se le vuelve imperceptible.
Y la visión mesiánica, que crece en el vacío de la irrealidad, no se cuida de los costos políticos, desde luego todas las decisiones son acertadas, y por tanto moralmente válidas. El dueño del poder, que es a la vez dueño de la verdad, se acerca al abismo sin darse cuenta porque no queda nadie que se lo advierta.
Todos los desatinos, todas las crueldad llegan a ser posibles. La regla de oro del poder llega a ser el miedo, tanto para quienes padecen sus crueldades como para quienes ejecutan la represión, porque estos temen también a quien da las ordenes, a la vez que pueden sacar provecho momentáneo a la obediencia.
Némesis llega para restablecer el equilibrio natural del universo, en el que la desmesura debe ser corregida, no importan los costos, no importan el ruido y la furia con que el hubris se deshace en pedazos en su caída. Al fin y al cabo se trata de derribar ídolos de sus pedestales de cera, y el bronce hueco resuena en ecos contra el suelo.
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