El poder incesante y soberano de la imaginación
El Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria, que he recibido de manos del presidente Enrique Peña Nieto, pone al maestro delante de su discípulo, porque de Fuentes aprendí lecciones de escritura desde mis primeros viajes a México, cuando bajaba ansioso las escaleras de la librería El Sótano para encontrarme con sus libros.
Siempre admiré en él esa ambición ecuménica de tocar todos los temas y todos los registros, y ver siempre en la historia una fuente de imaginación que nunca se agota. Desde su investidura de novelista supo que la historia debe estar sujeta a una revisión crítica incesante. No sólo exponer la realidad, también enfrentarla y juzgarla, nunca quedarse en testigo pasivo.
Desde La muerte de Artemio Cruz, a Años con Laura Diaz, a La silla del águila, la historia de México vuelve siempre a ser expuesta con una calidad profética. Vio con lucidez que la historia de su país estaba compuesta por planos superpuestos: arriba la pirámide azteca de los sacrificios, el cuchillo de obsidiana y la sangre humeante en la piedra: abajo el oscuro inframundo que gobernaba las existencias, y donde el mal escondía sus dientes y sus garras; y luego, sobre las ruinas, los edificios coloniales, conventos y cabildos de la parafernalia virreinal, que también estaba hecha de las mismas piedras del poder.
Pero al pintar la historia de México con los colores de la imaginación, que nunca desprecia la realidad, pinta también a América Latina y nos enseña que somos un organismo vivo de vasos comunicantes, realidades compartidas, sueños y derrotas también compartidos, desilusiones y esperanzas. Que nuestra identidad está en la diversidad.
Compartimos la múltiple exploración de temas en los que nos descubrimos, la multiplicidad del lenguaje, la experimentación como un desafío de la escritura; las maneras en que cada uno de nosotros, como escritores, asume la realidad de su propio país, y convierte a la escritura en una permanente expresión de inconformidad y advertencia.
Antes, los temas literarios comunes de nuestra América fueron los dictadores engalonados, el infierno verde de los enclaves bananeros, las intervenciones militares, las revoluciones y las guerras civiles; y otro, aún hoy no dilucidado, el de la lucha permanente entre civilización y barbarie; y otro, tampoco dilucidado todavía, el de la marginación y la miseria, los abismos de la desigualdad que no terminan de cerrarse, y que llevan a la angustiosa odisea de las emigraciones masivas hacia la frontera con Estados Unidos.
En nuestro mundo contemporáneo real, del que la literatura no es sino un espejo irisado, las viejas parcas se visten hoy de sicarios. Vista en su conjunto, la anormalidad de nuestra historia es en el presente una macabra fotografía de cuerpos regados en un baldío, un titular en letras rojas sobre alguna masacre. Pero en la vida y en la muerte de cada uno de esos seres, hay una historia que contar. Y la novela es eso, descender al infierno de cada vida, de cada cuerpo mutilado, de cada cuerpo incinerado. Porque la literatura no se ocupa de lo general, como los titulares de los periódicos, sino de lo específico, que son los seres humanos, vistos en singular.
Hemos buscado siempre indagar en la sustancia de la realidad para nutrir la imaginación. Porque nuestra historia ha vivido en un estado de anormalidad permanente, y esa anormalidad se transmuta a la literatura. Las anormalidades varían, pero sus inclemencias persisten. Y nos fijamos en ellas porque asombran, y porque son, antes que nada, anormalidades éticas.
En América Latina sufrimos aún la incongruencia de que los principios que inspiraron las luchas por la independencia siguen escritos en la letra de las constituciones pero no terminan de abatir la desigualdad, allí donde el crimen y el terror, y también la demagogia, se incuban en la pobreza.
Los novelistas también hemos sido cronistas de la violencia de las revoluciones. Fui protagonista en mi patria de una revolución triunfante, y puedo decir que la de hoy no es una violencia que busca transformar la sociedad para hacerla más justa, sino una violencia criminal, para envilecerla. Pero tiene la misma raíz, porque se alimenta de la pobreza. Para entrar en el siglo veintiuno, debemos dejar atrás primero el siglo diecinueve.
Los escritores latinoamericanos somos cronistas de los hechos, y debemos registrarlos, exponerlos. Iluminarlos. Somos testigos privilegiados de la vida cotidiana trastocada por la violencia, el miedo, la corrupción, las grandes deficiencias del estado de derecho. Somos testigos de cargo. Mi oficio es levantar piedras, decía José Saramago; no es mi culpa si debajo de esas piedras lo que encuentro son monstruos que quedan al descubierto. El escritor no es otra cosa que un cazador de monstruos.
La palabra siempre ha luchado por defenderse de los autoritarismos mesiánicos, de los sectarismos religiosos, de los nacionalismos extremos, de las veleidades del poder económico, de las ideologías totalizantes que pretenden imponer un pensamiento único, lo que significa también imponer la mediocridad.
La literatura no existe para convencer a nadie sobre credos ideológicos, sino para hacer preguntas. Cuando el escritor se expresa como ciudadano desde la tribuna que le da la literatura, su voz se multiplica porque es escuchado. Está ejerciendo entonces su primer deber cívico, que es el de nunca callarse. Puede ser que un libro no cambie el mundo, pero sí que cambie a quien lo ha escrito, y que cambie también a quien lo lee, porque la imaginación tiene un poder soberano.
Pero un libro debe ser para un escritor un territorio libre de imposiciones, libre de la cobardía de la autocensura, y al mismo tiempo libre de la pretensión de imponer verdades. La verdad siempre estará sujeta a revisión, porque las creencias eternas se vuelven inmóviles, y la inmovilidad significa la muerte. La creencia de que el mundo puede ser cambiado desde los libros es una arrogancia. Más bien el mundo debe ser interrogado una y otra vez desde los libros.
Es allí donde reside ese poder incesante y soberano de la imaginación.
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