El placer de tirar las cosas
Primero lo obvio. Estamos rodeados de cosas y, por lo tanto, tenemos dos opciones que nos definen como persona: acumular cosas inútiles o tirarlas.
Yo siempre he preferido esta segunda opción.
The New York Times reportó alguna vez que hasta el 5 por ciento de la población es hoarder, o sea, sufre de una recién diagnosticada enfermedad clínica que los lleva a acumular cosas sin poder tirarlas. Yo debo sufrir exactamente de lo opuesto.
Cuando camino por mi casa soy una especie de aspiradora andante. Todo lo que sobra, estorba o no se ha usado en más de un año se va derechito al basurero. Los miércoles es el día de la felicidad; es cuando pasa el camión de la basura y se lleva todas las cosas grandes que no caben en una bolsa plástica. A veces, lo confieso, me escondo detrás una pared o veo a través de las ventanas el momento -liberador- en que todas las cosas que no quiero caen en la panza del camión y son trituradas sin misericordia.
Estados Unidos es un país que vive fundamentalmente de su consumo interno, es decir, de las cosas que compran y venden sus ciudadanos. Y eso significa que casi toda la sociedad está estructurada en torno a la frenética actividad del consumo. Consumir implica, antes que nada, adquirir y desechar. En promedio, cada estadounidense tira a la basura más de cuatro libras por día (según la agencia EPA). Pero, sin duda, tendemos a guardar más cosas que las que tiramos.
Tirar cosas es un arte. Primero hay que identificar el objeto a tirar, luego evaluar si sirve para algo o tiene un significado emocional y, acto seguido, hacer el esfuerzo de deshacerse de él. Guardamos muchas cosas porque es más fácil regresarlas al mismo lugar que tirarlas.
Quisiera tirar más cosas pero no siempre me atrevo. En mi más reciente mudanza me encontré con un par de grabadoras de audio cuyos casetes ya ni siquiera se fabrican. Tengo montones de CD’s con mis reportajes en formatos que ya no existen. Y recuerdos –tarjetas, fotos, regalos, reliquias, máscaras africanas, pedazos del muro de Berlín y hasta unos títeres chiapanecos- que hace tiempo dejaron de significar algo. Eso es lo más difícil de tirar: objetos que en un momento dado tuvieron un valor afectivo y que el tiempo ha convertido en simples pedazos de papel o de madera. ¿En qué momento algo valioso deja de serlo?
La escritora japonesa, Marie Kondo, es su bestseller La Magia del Orden propone limpiar tu casa completa en un solo día, desechar por categorías (no por cuartos) y solo guardar lo que te alegra. “¿Te genera gozo? Si lo hace, guárdalo”, escribe, “Si no, tíralo.” Su filosofía limpiadora es simple: limpiar tu casa te limpiará la mente y te liberará. Pero no es fácil.
Hace cinco años que mi contadora me envía por correo electrónico mi declaración de impuestos y cada uno de esos documentos está debidamente guardado y copiado. Pero ante el justificado temor que todo habitante de Estados Unidos debe tener al IRS, tengo cajas y cajas de recibos, gastos y comprobantes desde 1983. ¿Qué hago con esos malditos papeles? ¿Los tiro?
La velocidad con la que avanza la tecnología ha acelerado el ritmo con el que guardamos cosas inútiles. De entrada, casi todo lo que tiene un cable es obsoleto o está a punto de serlo, desde computadoras y teléfonos para la casa hasta televisores.
También hay basura cibernética. Todas las noches me voy de la oficina luego de borrar mis correos electrónicos. Borro todos. Solo dejo los que hay que contestar al día siguiente. Pero tengo compañeros de trabajo que viven inundados con miles de correos que no se atreven a borrar “por si alguna vez los necesito”. (No menciono sus nombres para evitar humillaciones públicas.) Tienen años acumulándolos y no se atreven a apretar el salvador botón de delete.
Mi peor pesadilla es la Pink House. Así le llamábamos a la casa de estudiantes donde vivía a principios de los años 80, cerca de la universidad de UCLA en Los Angeles, cuyo dueño se pasó décadas guardándolo todo, desde periódicos hasta huesos de aguacate. Tenía, supongo, una enfermedad que le impedía deshacerse de las cosas. Murió en medio de montañas de basura pero, eso sí, protegido por el mundo oscuro y oloroso que pedazo a pedazo erigió.
Lo opuesto fueron esos monjes que vi recientemente en el aeropuerto de Varanasi en la India que se subieron al avión sin zapatos. Sus largas túnicas era su única posesión. Y me atrevo a decir que se veían felices y libres. Pero dudo que el principio budista de no desear más (para no sufrir) difícilmente puede aplicarse a nuestra sociedad occidental.
Al final, nos advierten los sicólogos, es cuestión de balance. Ni muy muy ni tan tan. Pero nuestro problema es nuevo en la historia: producimos y tenemos tantas cosas que si no las tiramos razonablemente rápido moriremos enterradas en ellas.
Posdata. Por favor, tira esta columna. No la guardes.