El peor momento
Seguimos inmersos en los tiempos espesos de la cuarentena, expuestos al alud de lo real-irreal. Navegar en la historia ajena, transitar en redes -confinados en mundo sin volumen, asesta Martín Caparrós- a menudo anuncia un transitar entre lápidas. Cunden noticias rayanas en lo esperpéntico, personas desplomándose en las calles y cuerpos que esperan ser recogidos; gente que muere sola, sin aire, lejos de los suyos. Hijos, padres, abuelos o esposos que se despiden sin verse, sin estar preparados para esa mudanza fulminante, estrafalaria, aséptica. Naturalmente, todo nervio y recurso se enfoca en lo que promete hacer de 2020 el epítome del annus horribilis. No hay tiempo para desvíos, la lucha por sobrevivir aplaza otras agendas, por importantes que sean. En Venezuela, sin embargo, la historia parece desacompasada. Como ajenos aún al efecto borderline de lo que ocurre a escasos kilómetros de nuestras fronteras, vivimos una emergencia sui generis.
Y no es que nuestro país sea inmune a la catástrofe global. El virus ya muestra sus dientes filudos a una población despellejada, anémica, carente de todo; nos vuelve amenaza grosera, bomba de tiempo para los vecinos. No obstante, el conflicto político no da tregua. Bandos enfrentados ex-ante –y sus principales aliados- no dejan de recordar que la puja sigue viva, retando con su apretado nudo la posibilidad de que un desbordamiento de la peste nos agarre mirando hacia otro lado, inermes y furiosos.
Sin duda, la situación de base obliga a no desconectarnos del descalabro que se arrastra y que la nueva urgencia redimensiona. Allí sigue un gobierno autoritario que adueñado del poder fáctico, no parece proclive a habilitar espacios plurales y efectivos para la articulación de vida o muerte que muchos demandan. Pero en coto opuesto campea también la inoportuna intransigencia, ahora a lomos del “cisne negro” de la pandemia para empujar, sí-o-sí, una transición rápida hacia la democracia.
Sanciones por concesiones, anuncia por primera vez la dupla Pompeo-Abrams: carnada dirigida, según se infiere, sólo a un sector influyente del chavismo (FANB incluida) pero menos “expuesto”; elegible por tanto para efectos de dispensas. Sobra decir que esa remozada apuesta al quiebre –vista, quizás, como “audaz” respuesta a la percepción de ventaja, como frío aprovechamiento del imprevisto que debilita al enemigo en plena guerra- luce altamente explosiva cuando se suma a la variable de la riada humanitaria. Si anticipamos, además, el cierre de filas del régimen frente a la amenaza externa y la promesa segura de radicalización, la estrategia de acorralamiento podría incluso resultar contraindicada.
Tras exordio de garrote y “amenazas creíbles” de dudosa eficacia, de acopio de motivos que sugerían el casus belli, esgrimir la tardía zanahoria para reavivar una negociación (que al excluir de entrada a cabezas del bloque dominante, toma el cariz de ultimátum) no es lo único llamativo. El problema es el “cómo”, suponer que la transición puede ser impuesta a troche y moche, cortada y pegada desde afuera y en el peor momento imaginable. El cambio político no deja de ser parte de nuestras más caras aspiraciones, pero cabe preguntarse si el costo de oportunidad no luce demasiado alto en este instante, si se cuenta con plan B en caso de que la presión falle y las vidas de venezolanos no operen (¡cuánto asusta verbalizarlo!) como tácita ficha de cambio. También si a lo interno la opción de salida resulta suficiente para el adversario, si la potencial unidad de la oposición supera la potencial división del régimen, o si se contempla el hecho de que procesos sustentables de democratización están asociados a esfuerzos prolongados y coherentes, no a ocurrencias puntuales y aisladas.
Lowenthal y Bitar no desestiman el impacto de traumas políticos, sociales o económicos en la decisión de los autócratas de renunciar al poder, pero observan que esto desembocó en transiciones democráticas “sólo cuando ciertos segmentos del gobierno autoritario toleraron o apoyaron las demandas democráticas de la oposición”. Eso reafirmaría la necesidad de una labor de convencimiento que afecte al círculo del poder, distinta a la monda amenaza que podría fungir de bumerang a mediano-largo plazo… ¿se está considerando acá ese escenario complejo, o se abraza más bien el fast-track, un “como vaya viniendo” adoquinado por EEUU? En cualquiera de los casos, ¿cómo maniobrar al margen del pulso propio que impone la pandemia?
El timing, crucial para fijar hoja de ruta, añade una fricción ineludible al plan. El alcance incierto del virus bloquea la visión, igual que aquella niebla que en Austerlitz, como narra Tolstoi, impidió a rusos y austriacos aplastar a un Napoleón al que suponían derrotado de antemano. Sí: la amenaza del “muro de sombras” subraya otras certezas, eso que Feliciano Reyna resume sin efugios: ante el Covid-19, proteger la vida y la dignidad de las personas debe ser el centro de todas las decisiones. He allí el tic-tac que no espera.
@Mibelis