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El paradigma de la creación humanística
En un denso ensayo traducido al castellano por Carlos Armando Figueredo Planchart: La crisis de los paradigmas y el surgimiento de la reflexión ética, el filósofo Roberto Romano nos enfrenta a la diversidad de funciones del pensar científico llevado más allá de sus límites. El paradigma como modelo o ejemplo había estado reducido a las ciencias, como forma de establecer soluciones concretas que constituyen el orden de la ciencia normal.
El también filósofo Thomas Kuhn lo expresaba diciendo que los paradigmas eran el resultado de investigaciones obtenidos de la ciencia del pasado, “a los cuales una particular comunidad científica, durante cierto tiempo, les reconoce la capacidad de constituirse en el fundamento de su práctica ulterior.”, y pretendió establecer una dinámica discontinua y revolucionaria de la creación humanística, en la producción de las obras culturales y artísticas.
Cuando observamos con detenimiento a nuestro alrededor y percibimos nuestra posición ante el mundo, nos damos cuenta de que hay dos esferas que conviven: la de la necesidad y la de la contingencia o de la posibilidad. La primera, la esfera de la necesidad, nos coloca en lo que no puede ser diferente de lo que es; mientras que la de la contingencia nos enseña algo que puede ser de una u otra manera, es decir que cae en el terreno de la posibilidad.
La necesidad pertenece a la acción y su expresión palpable es la ciencia; la posibilidad pertenece a la producción de algo no necesario, con el ejercicio de la razón. Necesidad = Ciencia, de un lado, frente a Posibilidad = Arte: producción de algo posible, contingente, realizado con la actividad intencional del sujeto porque obra con la razón, pero siempre en un estado que tiene mucho de irracional, ajeno al de la vigilia razonante.
¿Puede el arte constituirse en paradigma? ¿Puede el lenguaje trascender su propia limitación expresiva y ser universal? Estas preguntas nos sitúan ante la versatilidad del arte y la movilidad del lenguaje, frente a la estabilidad de la conducta social del hombre en cada grupo: nos dejan la perplejidad de apreciarlo en el tiempo y el espacio.
En su recorrido sin tregua como parte de la esencia humana, el arte ha sido visto de formas diversas y contrastantes. En el apogeo del racionalismo la valoración del mundo se hacía desde un estado de conciencia único, dirigido por la vigilia racional. La tradición imponía la continuidad de su importancia, y las cualidades del artista debían ser la aplicación ferviente, el amor por lo real. El patrón de las escuelas dictaba el sentido y las formas en el arte, apoyadas en el tradicionalismo en sus expresiones consagradas: la tierra natal, el orden natural.
Los términos usuales eran buen gusto, belleza, instinto, oficio; y frente a estas categorías se contraponían el mal gusto, el cosmopolitismo, la decadencia, el hermetismo. El principio fundamental era la virtud, que simbolizaba el bien, frente a las expresiones del mal que perturbaban la quietud como si fuese un complot y una condenación. El arte eterno producto de una mitología ancestral se oponía a las nuevas tendencias abstractas del arte moderno.
En el fondo se veía la ideología política, y quienes adversaban las nuevas expresiones artísticas afirmaban que tales producciones pertenecían a un pequeño grupo de iniciados, mientras que la obra maestra debía alcanzar y conmover a todos los hombres, sea porque ella expresase o fuese el resumen de una civilización, o porque estimulara la apertura a una cultura nueva. Siempre el carácter universal y absoluto, el orden del universo que la inteligencia humana manifiesta en esas obras eternas, aunque su diversidad aparezca por igual en las creaciones individuales.
En 1905, el crítico francés Maurice Denis, en la primera manifestación pública de los fauvistas, dijo estas palabras:
“Que Matisse me perdone si no comprendo nada, ¿o es que usted hace dialéctica? Usted parte de lo individual y de lo múltiple, y por definición, como decían los neo-platónicos, obra por la abstracción y la generalización, y llega a ideas, a ‘noúmenos’ de salón… Hay que hacerse antes a la sensibilidad, al instinto, y aceptar sin muchos escrúpulos la experiencia del pasado. El recurso a la tradición es la mejor salvaguarda contra los vértigos del raciocinio y contra los excesos teóricos”.
La tradición contra la teoría, el instinto contra la idea.
El movimiento del lenguaje
Desde la perspectiva de los antiguos griegos, el lenguaje es el trayecto y la tentativa de explicar el sentido de las palabras. Concluye en la etimología, cuyo postulado principal es la identidad entre la palabra y la cosa que ella nombra. Es ésta la conclusión casi unánime de la concepción griega acerca del lenguaje: la rectitud de los nombres. Si puede establecerse a través del nombre una relación directa con la cosa denominada, hay allí rectitud, y el nombre es verdadero porque representa la esencia de la cosa significada.
Pero en la misma línea que hemos diseñado, hay una rectitud de los nombres que no es necesaria, y, por el contrario, es variable y contingente: son simples atribuciones que pone el hablante, sin vínculo necesario con la cosa designada, salvo la relación accidental. Es la llamada Teoría Convencionalista, de Hermógenes, discípulo de Sócrates, que propone reducir el rigor de la norma que dirige el orden o, como también se dice, ley como imperativo y principio filosófico del lenguaje, para dar cabida a la convención o acuerdo entre personas y pueblos.
Según esta teoría, el lenguaje no posee una índole absoluta y necesaria. Es entonces la libre manifestación de opiniones, en las que se sitúa el conocimiento, la fugaz impresión sensible y el movimiento que la pasión da a la palabra y le atribuye ambigüedad y sentidos distintos. La libre opinión es el dominio de la apariencia, donde se ubican la metafísica y las disciplinas que tratan del espíritu, y también el arte.
¿Cómo explicamos con palabras a Dios si no es por lo que no es Dios; y de qué modo nos acercamos al arte si no es mediante la perplejidad que nos conduce al silencio? Lo que vemos o escuchamos, ¿está allí de verdad, de una manera definitiva? Eso que expresemos mediante la palabra, entonces, serán nuestras opiniones individuales, y el sentido que ellas tengan será el que cada uno conceda a la expresión aparentemente compartida. Y la mayoría de las veces todo ocurre de modo inconsciente.
La travesura de Wittgenstein
La literatura ha cumplido la función de decir del ser humano lo que ninguna expresión del arte ha logrado. Es, en general, creación artística con la palabra y, mediante ella, productora de imágenes que configuran la representación del mundo. Es imaginación –espiritual y sensual– y lenguaje, para comunicar algo que sólo de esa manera puede comunicarse. Las herramientas del lenguaje son las palabras, las del habla cotidiana o las que resultan de una combinación purificadora para darnos un poema.
Ludwig Wittgenstein introdujo en la lingüística un modo de pensar a la manera filosófica acerca del lenguaje. Su objetivo científico expuesto en el Tractatustiende a abolir la filosofía y quedarse con la realidad mundanal que sólo puede decirse con la palabra. Por ello, la función del lenguaje es representar al mundo, sin poder ir más allá.
En las artes figurativas puedo decir en palabras lo que ellas representan: describir con el habla el David de Miguel Ángel o Las Señoritas de Avignon de Picasso. Pero al hacerlo, la obra de la que hablamos no será la misma que hemos apreciado, y difiere esencialmente de lo dicho verbalmente. En tal situación, nuestro oyente no tendrá nunca una reproducción fiel de su presencia real. Puedo decir en palabras la descripción de esas obras de las artes plásticas, y dejar al receptor del mensaje la comprensión de lo que he percibido individualmente, pero nunca podré mediante la palabra representarlas plenamente.
El pensamiento puede ser ilimitado en su vuelo libre y silencioso, pero la palabra, que es su forma expresiva, sólo representa lo que puede decirse, y queda fuera de ella lo que únicamente puede mostrarse. El mundo es el valladar del lenguaje y se basa en la lógica que lo hace comprensible: los extremos del mundo son las limitaciones del lenguaje. Lo que está fuera de aquél carece de significado porque la lengua no puede decirlo, y sí apenas mostrarlo. La ética, la metafísica, la religión y el arte, con su algo de idealismo, pertenecen al reino de lo trascendental, de ellos nada puede afirmarse ni negarse (o decirse), sólo puede mostrarse.
La palabra es la herramienta del lenguaje, y por eso ella misma pone el coto final adonde puede llegar lo expresable.
La teoría de Wittgenstein (Atomismo lógico) pretende que la filosofía no puede interferir el uso del lenguaje, y que no busca descubrir su esencia (como lo hace el pensamiento filosófico tradicional). Lo que persigue el nuevo filosofar es trazar los límites del sentido de lo que decimos, señalar lo que se puede decir y lo que no puede decirse. Wittgenstein propone, además, algo que rescata la tesis convencionalista de Hermógenes, que da al sentido de las palabras usos múltiples, de acuerdo con el juego lingüístico concreto que estemos desarrollando en cada situación.
Según este criterio, no existen significados y tampoco carencia absoluta de significados, pues todo depende del uso de los vocablos en cada caso. Decir que algo tiene sentido es una expresión vaga, ya que si ahora ese decir tiene sentido, en otra situación no lo tiene, de acuerdo con el contexto del argumento que se esté desarrollando.
Estas ideas del filósofo austriaco llegan a proponer la desaparición de los problemas filosóficos. En la última parte de su obra: Investigaciones Filosóficas dejó para nuevos estudiosos del lenguaje su original travesura: “Los resultados de la filosofía son el descubrimiento de uno u otro claro sin sentido y de los choques que nuestro entendimiento ha sufrido al haberse golpeado la cabeza contra los límites del lenguaje.”
El paradigma y la conducta humana (la ética)
Lo que hemos dicho respecto del arte y del lenguaje está íntimamente enlazado con la ética, concebida como fin al que debe dirigirse la conducta de los hombres en sociedad. Toda actividad humana se desarrolla en un medio espacio temporal. La obra literaria se escribe para una época y un lugar que constituye el medio social. Sus primeros destinatarios son los que pertenecen a esos elementos y la comprenden, por haber estado allí, en el Ethos existencial de las obras.
El ethos (la voz: ética nace de ese vocablo griego) es la organización inconsciente de un grupo o una sociedad, la morada espiritual de una comunidad. Es el elemento básico de la cultura, el fondo de donde proceden las normas, los valores, todo lo que se observa inconscientemente. En cada grupo social es distinto, porque de otro modo no pudiéramos distinguir los caracteres que lo separan de otros grupos. Ethos, que nos da la idea de la ética o comportamiento social, es individualidad y comunidad. Se expresa en dichos, proverbios, símbolos, mitos, sentencias de sabiduría popular.
No puede crearse caprichosamente un modo de conducta dentro de un grupo social, y no podrá modificarse esa actitud aunque existan motivos o “fuerzas” que pretendan torcer sus características. Cada sociedad se expresa de un modo diferente y eso la determina y la hace especial. El asedio ideológico no logrará corromper los rasgos éticos comunes, y ni la fuerza producirá cambios en esa corriente del inconsciente humano.
La dudosa influencia del paradigma
Hablar de paradigmas en la creación contingente del hombre, que nos da el arte como creación no necesaria y que cabe siempre dentro de lo posible (porque puede ser de una u otra forma, con igualdad de valor), pareciera un esfuerzo no realizado, precisamente porque el atributo de la contingencia le da esa inestabilidad en la que se yuxtaponen tradición y creación nueva, en constante oposición creadora.
Lo que importa es que la obra de arte sea creada con la misma intensidad, con la misma persuasión de verdad; la escala valorativa en las artes es un dato antropológico que no responde a aquellas interrogantes. Tampoco puede hablarse de progreso en el arte. Octavio Paz se preguntaba de qué manera la escultura egipcia es inferior a la de Henry Moore, o si Kafka es superior a Cervantes.
La idea de progreso, que ha dominado desde la era industrial pero que está presente desde mucho tiempo antes, nos dibuja un continuo hacia algo mejor cada vez, una línea recta en ascenso persistente; pero esa linealidad ininterrumpida no tiene más realidad que la de un dogma acatado por algunos. La historia del arte, en oposición a esta idea, nos ha mostrado la existencia de géneros artísticos o, como se los ha llamado: estilos históricos, definidos en los diversos momentos del curso de la humanidad, lo que no implica estancamiento, pero tampoco evolución o progreso en sentido lineal y ascendente.
¿Pero será posible el cambio de la conducta social, su modificación radical, por la vía revolucionaria? El ethos del grupo social puede enfrentarse a las ideologías, que no se combaten con las armas porque son materia abstracta; pero es casi imposible romper la raíz inconsciente del grupo con el ciego ataque de las ideas de una revolución.
Alejo Urdaneta es escritor y abogado.