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El pacto bobo

Lo que entre dos países serios sería un hito trascendente en sus relaciones, además de configurar un ejemplo para las restantes naciones del continente, en este caso no es sino un acuerdo bobo, un engaño, una perfecta charada: el Convenio bilateral de inversiones entre Colombia y Venezuela.

Unos de los más importantes elementos que considera un empresario cuando se encuentra frente a la decisión de invertir por fuera de sus fronteras son confianza y estabilidad. Ninguna de estas dos condiciones están presentes ni en la Colombia ni en la Venezuela de hoy, de allí que ello se presenta como un poderoso escollo para todo aquel que arriesga capital en proyectos para desarrollar en estos dos países. Es evidente que hay tonalidades de gris en esta afirmación porque la dinámica de cada una estas dos naciones hermanas obedece a variables distintas, su desenvolvimiento en la última década ha sido radicalmente diferente, el marco regulatorio de los capitales foráneos dista mucho el uno del otro, las actividades con potencial salidor no son las mismas, la política de comercio exterior no tiene un solo elemento en común, y así sucesivamente.

Todo lo anterior lleva a pensar que considerarlos similares es una primera gran equivocación. No es igual arriesgar un dólar en Colombia que en Venezuela y ello es válido para las inversiones de terceros países a la binacionalidad, pero es una verdad inconmensurable cuando un exitoso empresario colombiano desea abrir operaciones o extender las propias en el país vecino y por igual, cuando negocios exitosos en Venezuela intenten ser replicados mas allá de la frontera del Arauca.

Una sintonía no es solo deseable cuando se piensa en inversiones orientadas a abarcar los dos mercados, ella es imperativa. Se requieren una buena cantidad de elementos de complementariedad para que gobiernos de países vecinos suscriban acuerdos de integración o de libre comercio. Y porque, además, el norte económico de ambos debe ser coincidente para que terceros consideren emprender actividades eficientes. Venezuela y Colombia, en un momento de sus historias recientes, acometieron ese objetivo de acercamiento y el desempeño de esta integración fue exitoso. Llegaron a ser la unidad binacional con el mayor comercio de toda la comunidad andina y lo fueron igualmente cuando sumaron a México a través de una integración comercial- el Grupo de los 3- que igualmente comenzó a producir resultados.  Sin embargo, el gobierno de Venezuela renunció unilateralmente a los beneficios de las economías de escala y a las ventajas de la complementación industrial.    

En lo que los dos países si se parecen es en lo atinente a la orientación política y económica que tienen los gobiernos de Colombia y Venezuela. Coinciden en ellos los férreos controles que los dos gobiernos desean ejercer sobre las actividades que se desarrollan en su seno. La libertad de empresa y la protección de las inversiones no son un desiderátum dentro de su filosofía de desarrollo. Dentro del ideario de la Revolución Bolivariana no es un cuento la expropiación de empresas y de sectores y Gustavo Petro dentro de su nueva orientación económica tampoco se apega al liberalismo que es la mejor tierra de cultivo para confiar en el respeto a la actividad empresarial.

¿Se arriesga alguien en suelo venezolano a poner sus dineros frescos en algún emprendimiento seguro de que el mismo no pasará a manos del Estado o que las regulaciones asfixiarán su desempeño?

En el caso de Colombia, donde si se ha estimulado y protegido a la inversión extrajera con buenos resultados, una mirada atenta a la manera en que se concibió el plan de desarrollo de Gustavo Petro radicado hace pocos días explica la razón de la desconfianza externa hacia el rumbo económico del país colombiano. Por ejemplo, se prevén 220.000 millones de dólares en inversiones hasta 2026 pero no se determinan los sectores a los que irán dirigidos. Mas bien se enuncian las cinco estrategias que se usarán para asignar fondos: la convergencia regional, la seguridad humana y justicia social, el ordenamiento del territorio alrededor del agua, la internacionalización, economía productiva para la vida y acción climática y el derecho humano a la alimentación.

En el caso de Venezuela la situación es incluso peor porque tal cosa como un plan de inversiones soportadas por Estado ni siquiera existe. Pensemos un instante: ¿qué le ofrece Venezuela al inversionista colombiano: un ambiente hiperinflacionario y una devaluación desbocada? ¿Qué le ofrece Colombia al empresario de afuera: ¿una reglamentación tributaria confiscatoria, o sectores económicos con tal género de controles que anticipan la inviabilidad de los proyectos?

Así pues, el acuerdo firmado entre los dos países en materia de inversiones no pasa de ser una hermosa carta al Niño Jesús. Sirve, eso sí, para provocar titulares y para intentar mostrar algún género de coincidencia en el fin último de lo que debería ser: una binacionalidad sólida y próspera. Es un acuerdo bobo como lo es también el crecimiento y consolidación del comercio bilateral que no pasará de ser una quimera.  Se trata de un acuerdo “inédito” como lo calificó Nicolás Maduro. Es realmente inédito por lo poco serio y lo falaz.  

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