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El origen del mundo

De sorpresa en asombro; hallazgos casuales y cotidianos, que si no son verdad, son bien hallados, como dice la frase italiana: si non é vero, ben trovato.

Al pagar mi cuenta en el legendario hotelito de la Rue de Seine y de Buci, «La Louisiane», el encargado Hugues, afirmó dos cosas que me gustaron: una, que el gran pintor norteamericano Cy Twobly se hospedaba con frecuencia allí cuando viajaba a París; y la otra cuando le regalé uno de mis bocetos sobre «El Origen del Mundo», de Courbet y me dijo: el original de esa obra permaneció unos días en el hotel; la traía envuelta entre papeles delicados un psiquiatra.

Corregí, —ha de haber sido el gran psicoanalista Lacan, le dije— quien fue propietario de ese cuadro en los años 50.

No hay que hacer mucho caso, pero se dice también que Lacan tuvo el desnudado cuadro de ese maravilloso pubis en flor, colgado de la sala de espera de su consulta, hasta el día que su esposa le conminó a disfrazar la escandalosa tela impúdica con una funda pintada, nada menos que por Masson, el célebre pintor surrealista.

El cuadrito (mide poco mas de 50 centímetros por lado) representa una imagen amenazante para las conciencias pudibundas y además de protagonizar una historia rocambolesca de emires, diplomáticos, y censores de toda laya, sobrevive en medio de una leyenda que se complica conforme la bola de cebo del chisme ilustrado va rodando de voz en voz.  Los guías del museo de Orsay dictaminan a su manera, y a los visitantes el rotundo cuadro les despierta, por lo general, risitas nerviosas, comentarios soeces o mohines de reprobación.

Hay también quienes se refieren a la innecesaria descripción de la erótica herida abierta en canal, para proferir un discurso moralista. Concentrarse para dibujar, entonces, se vuelve casi una tarea imposible. Se está frente a un desnudo único, histórico, de superlativo atrevimiento universal.

Desde varios años concibo a la célebre tela como objeto de estudios de dibujo que realizo mientras el cuerpo aguante, es decir, cuanto el cansancio de estar parado rellenando cuadernos y esquivando gente curiosa, lo permite. Se torna complejo tomar apuntes de ese «natural». Los curiosos mas inoportunos, quién lo iba a decir, son los correctísimos japoneses. Lápices en ristre y cuadernos por capote, tiene uno que estarlos toreando para seguir con los bosquejos.

De plano, mientras estás allí como convidado de piedra, se escuchan imprecisiones, exageraciones y se constata lo amenazador que puede ser para muchas personas la exhibición de la parte anatómica más secreta y misteriosa de una mujer. Más que estarlo viendo nosotros, el sexo de esa nívea modelo desconocida nos encuadra con la sana desfachatez de una intensa sensualidad contenida en una tela recubierta por un brillo perfecto de barniz.

Hasta ahora descubro que las sábanas que rodean y cubren parcialmente a ese torso, senos y medio muslos, posee listras de mortecino color azul marino; y me encanta, porque tengo muchos años «cismado» con esos tejido de algodón que se utilizan para tapizar muebles tropicales, cortinas y hasta toldos y gazebos.

También ha sido la primera vez en más de una década que dedico tantas horas a estar frente a ese icono de herética espiritualidad erótica. La obra de Courbet me ha ido hablando al oído «retiniano» con extrema delicadeza, revelándome pliegues de color, «nuances», como dicen los franceses. En esta última ocasión pude colocarme en tres ángulos de perspectiva; usurpé la silla de una cuidadora del museo y tuve la fortuna de contar con la observación de una esquina deformada por esa visión oblicua. De tal modo que el seno derecho se iba convirtiendo en un suave pitón.

Utilice varias técnicas, a partir de lápices y papeles diversos, en color y en grosor. Dibujé con un grafito gigantesco que puede aplicarse con el puño, de tan grande que es su envergadura de lápiz enorme. Fui percibiendo que algunos turistas se fijaban en esa suerte de fálico bastón que me permitía trazar un diseño veloz más acorde con motivo tan incitante. De allí que mi futura exposición, alegoría de esa gran alegoría sensual de lo femenino, se llamará, lúdicamente, «El Origen de Edmundo d’âpres Courbet».

En todo esto nada estaba siendo hecho de manera deliberada, hay siempre una maravillosa carga de azar. La esfera frágil del arte no para de rodar y sorprender; los utensilios, materiales, músculos motores del reflejo especular del celebro a la mano, dan paso a propuestas arriesgadas y novedosas; como por otra parte lo es cualquier mirada que se pretende primigenia y se quisiera fresca y nueva, sobre una obra de tanta connotación y significado en el inconsciente colectivo, esa especie de recurso retórico para toda concepción amenazante y subjetiva de la vida y del arte.

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