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El orgullo, la vergüenza y el error

Pero todos tienen que ver con sentimientos, entre ellos con el orgullo y con la vergüenza. Eso fue lo que pensé al leer el artículo de Paulo Schlachevsky titulado «Ser judío, del orgullo a la vergüenza»   (El Mostrador, 24 de Julio de 2014)

Si Paulo Schlachevsky hubiese manifestado su desacuerdo con la política internacional y con las guerras que emprende el gobierno de Netanyahu, me habría parecido algo lógico y natural. En gran medida yo, no judío, tampoco siento la menor simpatía política por ese gobierno, pero eso no me lleva a pronunciarme en contra de las personas que practican la religión judía ni tampoco de los ciudadanos israelíes, quienes, por lo demás, no son todos judíos de religión.

Cuando muchos norteamericanos estuvieron en contra de la brutal política internacional de Bush (hijo) no recuerdo haber leído que algunos de ellos hubieran sentido vergüenza por ser norteamericano. Por el contrario, al situarse en contra del gobierno Bush, deseaban una mejor configuración política para su nación, de la misma manera que Paulo Schlachevsky desea una mejor configuración política para Israel. Pero lo que está muy claro para un norteamericano o un francés o un inglés -a saber, que una cosa es el pueblo, otra la nación, otra el gobierno y otra el estado- no está muy claro para Schlachevsky. Creo que tampoco lo está para algunos  miembros de la comunidad judía.

“Ese no tener muy claro acerca de lo que exactamente somos” –me decía un amigo judío– “es una parte muy importante de la identidad judía” (creo que Woody Allen dijo una vez algo muy parecido)

Sobre todo no está claro en qué sentido los judíos hablan del pueblo judío pues, cuando pronuncian la palabra pueblo unos se refieren a la comunidad religiosa y otros a la comunidad histórica. Ninguna de esas dos comunidades se refiere, en todo caso, a la comunidad-pueblo que prevalece en el derecho internacional. Estoy hablando de la de pueblo-territorio. La razón de esa omisión la conocemos todos. Durante siglos los judíos fueron un pueblo sin territorio, es decir un pueblo religioso e histórico, pero no geográfico.

A partir de la fundación del estado de  Israel (1948), los judíos fueron considerados como un pueblo territorial pero a la vez conservaron su identidad (religiosa e histórica) extraterritorial. El judío entonces es el único pueblo territorial y extraterritorial del planeta. Eso no deja de traer consecuencias y problemas, tanto para los judíos como para los no-judíos. De ahí que cuando los judíos no israelíes hablan de Israel, se refieren a su nación bíblica o a su nación histórica o a las dos a la vez. Israel por lo tanto, es para ellos la patria ciudadana de los israelíes pero a la vez es la nación simbólica de todos los judíos. Eso quiere decir que cada niño judío que viene al mundo porta, en la práctica, dos nacionalidades: la territorial y la histórica-religiosa. Hecho que sitúa a toda la comunidad judía en una realidad muy particular con respecto a todos los pueblos y naciones para los cuales no existe nada parecido a una ciudadanía religiosa o histórica. Hay que decir, por supuesto, que esa particularidad no fue buscada ni deseada por los judíos. Éxodos, destierros colectivos y holocaustos hicieron la identidad del pueblo judío. El judaísmo no religioso es, dicho en breve, un producto de una historia que no ha sido solo la historia de los judíos.

No obstante, entendiendo la dualidad o la multiplicidad identitaria que caracteriza al pueblo judío, hay que tener en cuenta que el gobierno Netanyahu es solo un gobierno territorial, como territoriales son sus litigios y guerras con sus vecinos. En otras palabras, las acciones emprendidas por ese gobierno no pueden ser realizadas en nombre del pueblo histórico-religioso -como opinan los judíos más fundamentalistas en increíble consonancia con los antisemitas de todos los países- sino solo en nombre de una nación territorial y de un estado político.

Jurídica y políticamente hablando, Netanyahu no tiene más ni menos derechos que cualquier gobernante de la tierra. En otras palabras, Netanyahu en la guerra del Gaza no es el representante de un pueblo histórico y mucho menos de uno religioso.

No Paulo, Netanyahu no ha manchado la historia del pueblo de Israel. La mancha ha caído sobre su gobierno y quienes lo apoyan; nada más. Tú no tienes nada de que avergonzarte. Tampoco deberías enorgullecerte demasiado. Vergüenza y orgullo son sentimientos personales dirigidos a personas individuales y no abstractas. Así ocurre también con el amor. En el filme Hannah Arendt, cuando Hannah fue preguntada por su querido amigo Kurt Blumenfeld si ella amaba o no a Israel, su respuesta no fue ni un sí ni un no. Su respuesta fue: “Yo te amo a ti”.

“Me avergüenzo de mi nación” es una frase que he escuchado decir centenares de veces en Alemania. ¿Cómo puedes avergonzarte de algo que tú no has deseado o hecho?, repetí, también centenares de veces a mis estudiantes, casi todos  alemanes.

A mi juicio, no hay culpas colectivas.

La culpa colectiva es una trampa que permite la absolución de los verdaderos culpables, pues si todos somos culpables, la culpa, al ser socializada, será cada vez menor. Uno no puede enorgullecerse o avergonzarse por todo un pueblo; hacerlo por uno mismo es ya demasiado.

Hay muchas demostraciones en el mundo, la mayoría en contra, aunque unas pocas a favor del gobierno de Israel. Los manifestantes de uno u otro lado hacen uso de su legítimo derecho a protesta. En las manifestaciones contrarias al gobierno Netanyahu se han introducido -era de esperarse- grupos antisemitas que identifican a Netanyahu con toda la historia y con toda la identidad del pueblo judío. ¿Pero no hacen lo mismo, aunque en sentido contrario, los judíos que se avergüenzan o enorgullecen de ser judíos por las acciones militares de un determinado gobierno? Yo creo que ahí está el error. O los errores.

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