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El ojo que ve y que siente

Un cura de sotana blanca y baja estatura camina por en medio de una calle desnuda de pavimento que muestra las huellas de la pobreza en las paredes desconchadas de las casas, y las de la guerra, que entonces asola a Nicaragua. Al mirar esa foto, se siente el olor a pólvora. El curita luce un sombrero de fieltro negro, que si no fuera por el desastre que lo rodea, y su propia figura humilde, parecería un capelo cardenalicio. Puede ser que al final de esa calle haya una barricada.

Detrás del cura desapercibido hay un testigo sigiloso que vigila sus pasos armado de una cámara, y tomará esa foto que nos devuelve el drama que vive el país en 1979, hará pronto cuarenta años, cuando la dictadura de la familia Somoza va a derrumbarse pero faltan aún combates, muertes, sufrimiento. Pedro Valtierra es un fotógrafo callejero como él mismo se define, y sólo imagino a aquellos de mi infancia, con su cámara de cajón y su caballito de balancín.

Un artista de la calle, de lo que ocurre en ella, de los espacios abiertos, un testigo de la historia que decide seguirle los pasos, sorprenderla. Un cronista. La imagen compone cuadro tras cuadro la crónica.

El fotógrafo es lo que ve, y él mismo se convierte en los ojos de los demás; un Argos de cien ojos sólo que los de este gigante siempre están todos abiertos, ninguno dormido. Plasmar lo extraordinario, atrapar la casualidad, advertir el contraste, convertir el instante inusual en memoria, identificar lo singular, lo que atrae, lo que va a sorprender. La epifanía visual.

Nacido el 29 de junio de 1955 en San Luis de Ábrego, del municipio de Fresnillo, en Zacatecas, Pedro proviene del vasto mundo rural mexicano donde el paisaje no termina nunca de cambiar igual que los rostros: “hay escenas que casi me hacen llorar porque siento que, de plano, no podré capturar el momento, como me ocurre con cierta frecuencia en mi tierra: la luz de esta región del país, particularmente en invierno, va de la pasividad a la agresividad”.

A los 12 años ayudaba a su padre en las labores agrícolas y apacentaba cabras, y cuando la familia se trasladó a la ciudad de México en 1969, al año siguiente de la masacre de la plaza de Tlatelolco, la necesidad lo hizo subir a los andamios de albañil, aún adolescente, se puso los overoles de mecánico, fue vendedor callejero de discos y ropa de segunda mano en los mercados, voceador de periódicos y limpiador de zapatos.

Tenía 24 años cuando vino a Nicaragua para componer su crónica gráfica de la revolución, enviado por el diario Unomásuno. Cuando entró con su cámara en el paisaje de guerra, su edad era la misma de muchos de los guerrilleros. Un muchacho con una cámara entre miles de muchachos con fusiles.

Su cámara nunca es neutral al registrar la realidad que, lejos de ser para él un objeto de contemplación, lo convierte en participante. Todo ocurre no ante sus ojos, sino en sus ojos. Agarrar a la historia por la cola es la tarea más difícil para un cazador de imágenes.

Cadáveres de combatientes, fosas abiertas con los ataúdes sobre los terrones esperando ser bajados por otros combatientes mientras terminan de excavar; barricadas de adoquines arrancados de las calles, o hechas con carcasas de automóviles, puertas, muebles; tanquetas blindadas tomadas por las columnas guerrilleras, consignas en las paredes, cielos de lluvia, las primeras marchas de la victoria en los pueblos conquistados. Todo sucede en las imágenes.

¿Dónde no estuvo Pedro Valtierra en aquellos días? Un testigo múltiple que sabe que la historia nunca es un todo total, sino que existe gracias a la diversidad de las escenas, al drama individual. La historia contada en rollo tras rollo de película, las fotos que irán surgiendo a la luz fantasmagórica en las palanganas de ácido del cuarto oscuro, se convierten en un friso que librará a la hazaña del olvido.

Y luego, la victoria registrada en el carrete que corre cuadro tras cuadro hasta el 19 de julio de 1979. Yo mismo me veo en ese friso, sentado en los sillones académicos de alto respaldo del paraninfo de la Universidad Nacional Autónoma, la mañana en que la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional proclama a León como capital provisional de Nicaragua. La primera ciudad liberada por las columnas guerrilleras al mando de una muchacha que tiene la misma edad de Pedro, la comandante Dora María Téllez.

Y allí están los vencedores en la guarida del tirano en Managua, ahora desierta. Se acuestan a descansar, felices, en la mullida cama del dictador, se desnudan y se meten a refrescarse en la tina de su baño de mármoles.

La plaza en fiesta, el reloj de la catedral descalabrada por el terremoto de diciembre de 1972, detenido a la hora exacta del sismo, las cornisas, en la altura, colmadas de gente.

Y otra foto de Pedro que me ha acompañado desde hace 20 años, porque es la portada de mi libro Adiós Muchachos: una tanqueta que entra a la plaza colmada de combatientes, la bandera de Sandino en lo alto, los fusiles en alto, los puños en alto, atrás el Palacio Nacional.

Cuarenta años después, otros jóvenes como ellos, nietos de aquella revolución ahora marchita, se han volcado a las calles por miles a reclamar lo que les ha sido confiscado, el futuro de esperanza que sus abuelos debieron  haberles heredado.

Pedro no ha estado aquí esta vez, pero las imágenes de hoy se parecen mucho a las suyas de entonces. Pero si hubiera estado, y se asomara al visor de su cámara, vería la misma luz diáfana en los ojos de esos muchachos, la misma decisión y el mismo coraje para enfrentarse al pasado buscando convertirlo en futuro.

 

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