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El liberalismo asediado

El mundo tal y como es realmente ya no coincide con ninguna de las teorías que se supone que lo explican: el pensamiento liberal se ve particularmente afectado. Un ejemplo actual entre mil: en Ucrania, todas las comunicaciones civiles y militares a través de internet pasan por la red de satélites Starlink. Se salta a los Estados. Esta red pertenece al empresario estadounidense Elon Musk. Le bastaría apretar un botón para cortar todas las comunicaciones en Ucrania: la guerra estaría perdida. Hasta ahora, Elon Musk no ha utilizado su interruptor, pero de vez en cuando nos recuerda que podría hacerlo. Temamos lo peor, porque el personaje es caprichoso, impredecible. Emprendedor privado, a quien su riqueza coloca por encima de la ley, pretende influir también en nuestras sociedades; nos abruma con soluciones utópicas para todos los conflictos del planeta. Esta es, sin duda, la razón por la que acaba de comprar Twitter, la red social más utilizada del mundo. Lo que todavía no sabemos es para qué. ¿En nombre de la libertad de expresión? Es lo que alega Musk; todo estará permitido en Twitter. Para empezar, tiene intención de dar la bienvenida a Donald Trump, que había sido expulsado por sus mentiras y la violencia de sus declaraciones.

Por lo tanto, Musk es el único que tiene, sin que nadie le haya designado, sin controles ni contrapoderes, una influencia política, mediática y militar mayor que la de la mayoría de los jefes de Estado y la ONU. La teoría clásica de la democracia liberal, con un equilibrio institucional entre poder ejecutivo, legislativo y judicial (incluso un cuarto poder, el de la prensa), no tiene cabida para Musk. La parrilla de lectura ideológica tampoco es válida en su caso: ¿es de derechas o de izquierdas? ¿Está a favor de la democracia o de la autocracia? Se autodenomina libertario, por tanto, inclasificable.

Pasemos a otro ejemplo actual, que también escapa a las teorías clásicas. Activistas medioambientales que invocan a Greta Thunberg, la santa sueca, atacan obras de arte, arrojan pintura a Van Gogh o Monet e interrumpen una ópera de Mozart en París, en nombre de la lucha contra el calentamiento global. ¿Cómo clasificar a estos jóvenes militantes? ¿Deberíamos crear una nueva categoría partidista que sería el ‘anarcoecologismo’?

¿Cómo nos enfrentamos en nuestras democracias liberales, basadas en el equilibrio de poderes, a los abusos de los superricos y a la violencia con pretensiones redentoras? Estamos paralizados por nuestras instituciones arcaicas y nuestro espíritu de tolerancia. Nuestras viejas teorías nos dejan igualmente aturdidos ante el auge del populismo en democracia; por ejemplo, la negativa ‘trumpista’ a aceptar los resultados de las elecciones o la resurrección de poderes totalitarios al estilo ruso o chino. Nuestra creencia -que arraigó en la década de 1980- en el inevitable avance de la democracia está siendo seriamente socavada por el mundo real. Tenemos que concluir que este mundo real ya no corresponde al mundo idealizado de los teóricos liberales. El pensamiento liberal, surgido del Siglo de las Luces en España, Francia, Inglaterra y Alemania, nos ha llevado en Europa a creer que los malos instintos de la humanidad podían canalizarse a través de las instituciones. La Constitución y la economía de mercado, nuestros dos pilares, deberían, teóricamente, permitir la coexistencia pacífica de las diferencias. Recordemos la famosa parábola de Adam Smith sobre el panadero: el economista y filósofo observó que el panadero vendía buen pan a un precio asequible, no por generosidad, sino para enriquecerse. Así debían canalizarse los instintos egoístas en beneficio del Bien Común. Pero, ¿qué habría hecho Adam Smith con un Elon Musk? Karl Marx, que era progresista, se habría sentido igualmente desconcertado por los ‘anarcoecólogistas’.

El pensamiento liberal clásico también descuida lo improbable, lo inexplicable y las pasiones identitarias. A este respecto, recuerdo una última parábola que data de la guerra de Yugoslavia en 1995. En aquel entonces conocí en Banja Luka, al norte de Sarajevo, a un imán cuya mezquita medieval acababa de ser destruida por un bombardeo serbio. Estaba tratando de entender. «Musulmanes, judíos y cristianos», me dijo, «han vivido aquí en armonía durante cinco siglos». Intentaba entender las causas de esta nueva guerra de religión. Ante lo inexplicable, creyó haber encontrado la respuesta: «Solo puede ser obra del Diablo». Su hipótesis no me chocó, incluso me pareció convincente. Todas las teorías políticas subestiman que el hombre no es necesariamente bueno y que, muchas veces, es francamente malo. Pues bien, las instituciones democráticas y liberales se han vuelto demasiado débiles para canalizar el Mal contemporáneo. No es una noticia muy positiva, pero tampoco es una renuncia. Yo lo veo más bien como un punto de partida para un liberalismo renovado, musculoso y equipado para responder a los nuevos bárbaros que lo asedian: el abuso de poder de los superricos, la violencia con pretensiones ideológicas, las pasiones identitarias, el revanchismo trumpista de los machos blancos de siempre, las mentiras difundidas por las redes sociales o la prepotencia de los tiranos. Entre otros, y para empezar.


Este artículo se publicó originalmente en ABC.

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