El lastre de lo inacabado
Si algún dato relevante deja el colapso de la democracia representativa en Venezuela, es que en gran medida este fue precipitado por el menoscabo de los partidos políticos. Sabiendo que el hacer de estas instituciones es lo que pone rostro y latido a la teoría democrática, cabe recordar el célebre axioma: no hay democracia sin partidos. Como apunta Marco Tulio Bruni Celli, a los partidos corresponde habilitar “la agregación de intereses políticos, la canalización y organización de la participación popular, la recolección y trasmisión de demandas y apoyos, la socialización política de la población, el establecimiento y respeto de normas para la convivencia (…), la formación de liderazgos de relevo, la reglamentación del proceso político sobre la base de iguales derechos y deberes de todos los ciudadanos, para facilitar negociaciones y buscar acuerdos y soluciones en tiempos de crisis y dificultades...” Nada menos.
En medio de ese sustancial menú de atribuciones, lo relativo a la agregación de voluntades emerge como piedra angular. A partir de allí, de la construcción de representatividad, es posible combatir ese aislamiento que tanto estrago hace en la polis, que cancela la existencia, voz y aporte de los sujetos y diluye la noción de comunidad política. Cuando falla esa canalización del conatus colectivo que agencian los partidos, la democracia -como praxis real, como modo de ser y como ideal- vive bajo amenaza. Carente de músculo y defensas, no extraña que acabe siendo botín de quienes la descuartizan en su nombre apelando a una concepción populista de la legitimidad, dirigiendo su metralla a competidores y potenciales contrapesos.
Bien lo confirma el declive tras 40 años de ejercicio democrático, la traición y ruptura del pacto que había dado a luz a la democracia de consenso. A falta de partidos fuertes, comprometidos con la deliberación, el concurso de las bases y la renovación de cuadros; sin instituciones que asumen como norma la conexión con los dramas y demandas reales de sus representados, la valoración de la democracia merma. Por extensión, podríamos decir que en un contexto no-democrático esa falencia se hace tanto o más destructiva. Allí, lo probable es que el ethos autoritario prospere a expensas del debilitamiento de partidos, de la exigua capacidad para acceder al poder y distribuirlo. O -peor aún- de una catastrófica mutación: la autocratización de estas instituciones en términos de visiones y procedimientos.
El presente exhibe las taras vinculadas a esa distorsión. Lo primero es detectar que sobre los cadáveres de la crisis originaria -la que gracias al desgaste de partidos tradicionales y el feroz ascenso de la antipolítica coronó con la entronización de la revolución bolivariana– se amontonan crisis más recientes. Los “nuevos” partidos -ya no tan nuevos- nacidos al calor de este descarrío histórico, a duras penas han sorteado las trampas que una autocracia antifrágil va imponiendo. Sin haber resuelto los reflujos y vicios que afectaron sus antecesores, actores con entecos referentes se incorporaron a una autopista que encima exhibía boquetes inéditos. El resultado ha sido un panorama en el que, a menudo, individuos, propósitos y modos democráticos terminaron rebasados por la amenaza externa y la contradicción interna, la tensión ética. Sitiados, a su vez, por presuntos socios cuya conducción luce más afín al rupturismo fundacional y revolucionario que a la vocación reformista propia de lo democrático.
La “vuelta a la política” que con razón se reclama en momentos en que la incertidumbre castiga a los venezolanos, tendrá que considerar ese lastre. Saber, por ejemplo, que subir un peldaño exige discernir, tomar consciencia de lo inacabado, de las viejas inopias y el fracaso que invocaron; la gramsciana “crisis orgánica”, larga agonía sin resolución que hoy se refleja en la pérdida de credibilidad y legitimidad de la dirigencia ante los ciudadanos. Desórdenes que al incubarse, amén de conspirar contra la alineación programática que anticipa y da sentido a las alianzas, despojan al ideal democrático de su appeal y virtud.
Sin partidos comprometidos con la oferta de un cambio genuino, no lampedusiano, será difícil atajar la regresión que gana cuerpo desde hace más de 30 años, en fin. Reinstitucionalizar luce entonces acá como un desafío radical y de largo aliento. No sólo es vital restituir el rol de mediación de las instituciones del Estado, rol que trasciende las voluntades individuales, garantiza el acatamiento de normas del juego democrático y blinda la sostenibilidad del sistema. También urge saldar la deuda histórica que arrastramos en cuanto a la democratización y modernización de estructuras partidistas, para que finalmente respondan a expectativas que antes se malograron. Hay allí una lucha pendiente contra el personalismo y el ensimismamiento, contra la mediocridad, el sectarismo y la rigidez; y a favor de esa agregación de voluntades que encuentra en el pluralismo su más acabado sostén.
@Mibelis