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El hombre providencial o el hombre de la situación

El “hombre providencial” es una construcción de la psique social. Una sociedad que ha perdido sus referentes atrae o fabrica al redentor, entonces el aprendiz de salvador puede pretender, o bien ser la encarnación de la multitud o imponerle su visión del mundo y su proyecto para el futuro.

“La fábrica del hombre providencial”, es el título de un ensayo de Jean Garrigues, publicado en la revista Parlement[s] (Revue d’histoire politique, Éditions Pepper/L’Harmattan, Paris, 2010), trabajo que recomiendo junto con su libro “Los hombres providenciales, historia de una fascinación francesa” (Les hommes providentiels. Histoire d’une fascination française, Paris, Seuil, 2012), ambos son de lectura oportuna para Venezuela. Trataré de resumir solo algunas ideas, sin considerar la detallada descripción de los personajes históricos y sus circunstancias sociales a los que les dedica su profundo estudio.

El autor compendia los mitos del imaginario colectivo, secularmente en busca de una figura providencial que guíe su destino. “Es una historia tan antigua como el mundo, arraigada en la concepción providencialista de la historia, nacida de narraciones bíblicas. La búsqueda de un hombre providencial, de un héroe capaz de cortar el nudo gordiano de nuestras desgracias y nuestras incertidumbres. Se trata de la función de un “salvador” que asuma el sufrimiento de su pueblo, como lo hizo Moisés, y guiarlos hacia la tierra prometida y hacia la felicidad”.

La producción ex-nihilo del hombre providencial, según Garrigues, “es un proceso de empoderamiento del deseo colectivo, que tiene lugar en dos etapas: la primera es la de la adecuación, que se ve posicionada en correspondencia con las expectativas de la opinión, seguida de la transfiguración misma, que la empuja a encontrarse con la gente, para conquistar el poder y lograr convertirse en la encarnación popular del país al abrazar las fantasías colectivas de una opinión desorientada, carente de líder carismático”.

Garrigues identifica esta fascinación por el salvador, entre los mitos y mitologías políticas que han permeado nuestra historia contemporánea, alimentada por la emoción, por lo irracional o por un sueño colectivo. No duda en citar los estudios de Max Weber sobre la sociedad alemana del siglo XX, cuando trata la figura del «profeta que surge en situaciones extraordinarias, cuando la «revelación» y la «veneración del héroe» nacen del entusiasmo, o de la necesidad o de la esperanza». La historia del mundo –expresa el autor- fue hecha por una cohorte de hombres y mujeres «providenciales» surgidos de catástrofes políticas o sociales, revoluciones, guerras e invasiones. Desde Juana de Arco, principal referencia del mesianismo político francés, junto a Napoleón o De Gaulle, pasando por George Washington en los Estados Unidos, Mussolini, Hitler, Stalin, Perón, Mao o Churchill, solo para citar algunos nombres de un inventario disímil y contradictorio de unos que aportaron el bien  y otros que  encarnaron el mal, resaltando la diversidad y complejidad de este mito universal.

Aunque el autor se refiere esencialmente a Francia, es imposible considerar la claridad de sus ideas sin hacer una analogía con la psique social venezolana, de cómo ésta creó la ilusión del personaje providencial (Chávez) y cómo la realidad, en su crudeza, desbarató la fantasía, cuando el militar ignorante y falso patriota, se dedicó a hurgar en el lado oscuro de la psiquis de su pueblo, el resentimiento, el odio y la violencia. El autor se hace preguntas ineludibles para los que escriben la historia política de nuestro país: “¿Qué circunstancias, pero también qué significados, qué discurso, qué propaganda, qué imágenes, qué estrategia para lograr esta figura indispensable que se impone a toda la nación?  Luego debemos pasar del “estado de gracia”, que sigue a la toma del poder, al culto a la personalidad, condición necesaria para mantener el mito. Por lo tanto, ¿cómo puede esta figura ideal, incluso fantaseada como un salvador, confrontarse con lo real? ¿Cómo evolucionan su discurso y su representación en el poder? ¿Cuáles son sus heraldos, sus idólatras, pero también sus caricaturas y detractores? ¿Y cómo detener el colapso del mito, cómo prevenir el caos? Finalmente ¿cómo reaparece el mito, cómo se asemeja la figura del salvador a la posteridad?”. Cuando los venezolanos hagamos un inventario objetivo de las causas que nos llevaron a esta descomunal crisis, habrá que hacerse estas mismas preguntas, so pena de incurrir de nuevo en una deriva hacia la nada en manos de sociópatas como Maduro.

En su ensayo, aparte de clarificar el significado social del “hombre providencial”, habla también del “hombre de la situación” y hace una especial mención de los «individuos históricos”, haciendo alusión al pensamiento hegeliano de “aquellos hombres que querían y lograron, no algo imaginado y presumido, sino algo justo y necesario y que entendieron, porque recibieron internamente la “revelación”, de lo que realmente se necesita y lo que es realmente posible en su tiempo”.

Venezuela necesita al “hombre de la situación”, con sus pies pisando firme en este muladar en que el chavismo ha convertido el suelo patrio; un hombre con visión de las circunstancias, capaz de aglutinar las diferencias en una causa común, de evaluar las fortalezas y las posibilidades conjugándolas con los tiempos de la política. Venezuela requiere la acción de este individuo, alejado de la figura del mesías o del mago populista, una persona que reúna a los ciudadanos en un plan coherente, una agenda común para todos aquellos que quieren poner orden en el caos. En una entrevista reciente, la periodista Valentina Lares Martiz (El Tiempo, 19.01.2019), lo definió acertadamente: “El hombre del momento en Venezuela es el presidente de la Asamblea Nacional, que tiene 35 años y se llama Juan Guaidó. Nadie hablaba de el antes del 5 de enero, pero desde entonces parece encarnar el renacimiento de la esperanza de un cambio político”.

Este “hombre del momento” u “hombre de la situación” (no sabemos aún si será un “hombre histórico”), esta nueva figura política que surge en medio de esta descomunal crisis y de esta incertidumbre mortal, se ha empeñado, con la Constitución en la mano, en guiar a los demócratas venezolanos a través de un terreno minado, acosado de asechanzas, de emboscadas internas y externas, tratando de dar aliento a un país en ruinas sumido en la desesperanza. Su visión de la democracia la definió muy asertivamente en dicha entrevista: “Tanto la unidad como la democracia son una construcción permanente. En algún momento, en Venezuela dimos por sentada la democracia y creo que fue un error, la democracia es un proceso continuo”.

Esta interesante visión de Guaidó coincide con la que Ernest Renan expresara en 1882: “Una nación es un plebiscito de todos los días”. Por eso, la gente que siente a su nación en lo profundo de su ser, lucha por su construcción a través de decisiones éticas, que son el verdadero ejercicio de la libertad. Sin esa capacidad de elegir a diario no hay libertad posible y sin libertad una nación agoniza, es débil, es avasallada o desaparece. Cada una de nuestras decisiones y actos, nos va construyendo a nosotros mismos y a la vez va construyendo la nación que deseamos.

El término Nación, proviene del latín nasceré: nacer. Si Guaidó logra a través de sus cabildos populares unificar conceptos, estrategias y soluciones colectivas concertadas para aglutinar las individualidades en una causa, en un pacto social para definir un destino común, estaremos participando, más allá de los desacuerdos políticos y de la diversidad social, en el nacimiento de una comunidad de destino.

Sin embargo, hay que definir ese gesto masivo, acompañándolo de conceptos y objetivos, de un nuevo posicionamiento como nación, de un cambio de paradigmas, de pasar de un Estado rentista a un país emprendedor, de una causa que unifique de una vez por todas al pueblo en la defensa de la democracia.

Escribo estas notas con el corazón en la mano, porque mañana es 23 de enero, fecha emblemática para nuestra democracia y día escogido por Juan Guaidó para enfrentar la criminal y perversa dictadura. Su mensaje, que ha calado en todos nosotros, es el de comenzar ese día la reconstrucción de las instituciones y del país que imaginamos posible, para poder lograr la democracia, la libertad y la justicia social. Sobre esto, Benedict Anderson aporta una definición que motiva a la reflexión: “Una nación es una comunidad política imaginada” (L’imaginaire national, 1996). Esto quiere decir que una nación no es un hecho en sí, algo consumado, sino la permanente construcción de un ideal.  Pero estas palabras son tan solo una representación, un simulacro, de no canalizarse en acciones. Como afirma James Baldwin (Nothing Personal): “La realidad detrás de estas palabras depende, en última instancia, de lo que todos y cada uno de nosotros creamos lo que realmente representan, depende de las decisiones que uno esté dispuesto a tomar, todos los días”. Supeditar la política a la ética es el único terreno sólido desde donde tomar esas decisiones. Una nación, al igual que un individuo, se construye todos los días.

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