El fin del socialismo democrático
Manuel Valls, después de las elecciones presidenciales en Francia puso la lápida: “Este Partido Socialista está muerto”. Fue como decir: “el rey está desnudo”. La frase pudo confirmarse en las parlamentarias del 11-J: el partido socialista francés muere y no hay nadie que lo resucite.
No solo es un fenómeno francés. La frase de Valls pudo haber sido pronunciada en Grecia, hace un par de años, cuando el Titanic del socialismo griego, el Pasok, implosionó cediendo el paso al Syriza de Alexis Tsipras. O en España, donde el PSOE ha sido superado según todas las encuestas por Podemos. O en Austria, donde el SPÖ dejó de ser el gran partido que una vez fue. O en Holanda, en cuyas decisivas elecciones del 2017 los del SP hicieron el ridículo. O en Alemania, donde pese a la llegada del supuestamente carismático Martin Schulz, la SPD no logra levantar cabeza frente a la pre-candidatura de Merkel.
Casi en toda Europa ocurre lo mismo, con una sola excepción, la británica, en cuyas recientes elecciones los laboristas resucitaron como lázaros, aunque nadie sabe muy bien si ocurrió gracias a las torpezas de Theresa May, o porque los electores comienzan a arrepentirse del Brexit, o simplemente porque Jeremy Corbyn logró encantar a los jóvenes con un programa que tiene de todo. De todo menos de socialismo.
¿Cuáles son las razones que explican el colapso del socialismo democrático? Una buena pista para responder a esa pregunta es averiguar a donde han ido a parar los votos que ayer fueron socialistas.
Antes que nada, la demoscopía constata una fuerte emigración hacia el centro político. No hacia el medio: hacia el centro. Ha surgido, en efecto, una nueva centralidad formada por nuevos o por antiguos partidos que han comprendido que las contradicciones de la sociedad post-moderna ya no caben en el espacio izquierda- derecha. En Marcha, el partido de Macron, y la antigua CDU remozada por Merkel, son claros ejemplos de esa nueva centralidad.
Otra parte, sobre todo en Holanda y en Francia, ha sido cautivada por la retórica de la ultraderecha xenófoba. A esa esquina han ido a parar incluso antiguos electores obreros, tradicionalmente identificados con las banderas socialistas.
Una tercera parte intenta revivir al antiguo socialismo adhiriendo a partidos de extrema izquierda, los que han comenzado a proliferar por doquier, alcanzando incluso, como ya ocurrió en Grecia, el poder gubernamental. Son partidos -lo advirtió Alain Touraine- equivalentes a la “sociedad post-industrial”, a diferencia de los partidos socialistas tradicionales, profundamente anclados en una sociedad industrial que está definitivamente en extinción.
En otras palabras, los partidos socialistas se hunden junto al orden social al cual pertenecieron. Pues la hegemonía de la democracia social surgió a partir de la alianza formada entre organizaciones obreras y empresarios industriales en el marco de la llamada economía social de mercado. Y esa alianza, de la cual los partidos socialistas fueron uno de sus puntales, ya no existe más.
Los nuevos supuestos partidos socialistas al estilo de Podemos o Francia Insumisa pertenecen, en cambio, a la sociedad post-industrial. A diferencia de las antiguas socialdemocracias, no son partidos de trabajadores. Ni siquiera son partidos “de clase”. Sus líderes son más mediales que sociales. El socialismo de las multitudes anómicas, en fin, no es continuador ni sustituto de los partidos de la democracia social. Se trata de “otra cosa”. Esa “cosa” debe ser analizada con cierta detención. Lo intentaremos en un próximo artículo.