El dilema democrático brasileño: entre la consolidación y la fragilidad
Tito Olavarría
Hacer un análisis de la coyuntura brasileña es difícil, por varias razones. Por ejemplo, es muy difícil explicar cómo un país tan rico, con dimensiones continentales, ampliamente diverso, multicultural, religiosamente tolerante, pueda comportar contradicciones políticas tan profundas y propias del subdesarrollo de antaño y brechas sociales que mantienen a gran parte de su población marginada y rehén de la violencia del narcotráfico. Otra razón que dificulta el análisis es su propia historia, llena de conflictos militares, golpes de Estado, renuncias forzadas y hasta muertes en sospechosas circunstancias de presidentes a lo largo de su historia, a las que se podría sumar el suicidio de Getulio Vargas.
Los últimos cinco años han sido años muy difíciles e inestables para la política brasileña. Las manifestaciones masivas de 2013 en todo el país hicieron temblar las bases de toda la clase política. Una ciudadanía hasta ese momento mórbida daba una clara advertencia: «El proceso democrático brasileño no es suficiente». Ya en 2014 y 2015 la operación anticorrupción Lava Jato ponía ante la justicia y en la cárcel a rostros poderosos de la vida nacional: empresarios, banqueros, parlamentarios, exgobernadores, exministros y hasta un expresidente, Luis Inácio Lula da Silva, baluarte de la izquierda latinoamericana. En 2016, el Congreso Nacional destituyó a la presidenta Dilma Rousseff, en un proceso cuya legitimidad fue al menos dudosa, y a mediados de marzo de este año la ejecución a balazos de una concejala de Río de Janeiro, activista de los derechos humanos y crítica de la intervención militar en su ciudad, dejaba asqueada no solo a la opinión pública brasileña, sino a analistas y políticos alrededor del mundo. Estos elementos son parte del dilema democrático brasileño. Finalmente, aun siendo una democracia, los muchos factores acumulados podrían generar en Brasil un estallido social con serias consecuencias para el sistema político.
Todos estos fenómenos de constante desgaste institucional han provocado el surgimiento de grupos políticos radicales que tienen poco compromiso con la democracia y con el orden republicano.
La condena contra el expresidente Lula por el Supremo Tribunal Federal (STF) ocurrida este 4 de abril respalda la hipótesis del dilema. Un día antes de la sesión del colegiado de jueces, varios generales en actividad y de la reserva se manifestaron en contra del expresidente. Estas manifestaciones alarmaron a los analistas por el intento explícito de presión a la Corte, que nos remonta a un militarismo de los años setenta y ochenta en la región e incentivan a los movimientos ultraderechistas. Hasta los medios de comunicación históricamente de oposición al Partido de los Trabajadores desestimaron las declaraciones de los militares, así como también lo hizo el decano de la Suprema Corte, que defendió la institucionalidad y el respeto al orden democrático.
En términos objetivos, estos acontecimientos confirman que el rechazo del STF a salvar a Lula agudiza la polarización política y social de Brasil porque, independientemente de las controversias políticas y judiciales, el expresidente aún es el líder político más popular del país. El dilema ahora es entre seguir y respetar el proceso judicial dentro de la institucionalidad o seguir el camino de la contestación en todas sus formas.
El sistema político brasileño tiene un diseño que incentiva el conflicto y la no gobernabilidad, con el Poder Legislativo más fragmentado del mundo, con decenas de partidos sin ninguna ideología, parlamentarios infieles que cambian de partido constantemente, además de coaliciones incompatibles en el nivel regional y nacional. Estos son algunos de los elementos que manifiestan el desastre que es parte del campo político.
El país presenta conflictos muy profundos. El Gobierno parece insistir en el desgaste, haciendo fuerza en contra del Supremo Tribunal Federal y cooptando parte del Legislativo para aprobar su agenda de reformas estructurales. Sin embargo, parece haber una salida al dilema democrático que puede atemperar el riesgo de un empeoramiento de la situación.
El proceso electoral será fundamental para ofrecer una válvula de escape institucional y apaciguar el país. Si bien las elecciones no son suficientes para la existencia de la democracia, ellas son intrínsecamente necesarias. Dado el contexto, las elecciones del 7 de octubre de este año serán un punto de no retorno en la historia brasileña.
Brasil tiene hasta el momento tres caminos claros: el primero es uno que proponga una verdadera reflexión y reformas al sistema político; aunque no sea a través de un gobierno de coalición, este camino buscará la moderación y la convergencia con sectores moderados del nuevo Legislativo, impulsando reformas con el apoyo de la opinión pública. Otro camino es un gobierno tradicional de coalición, tanto de centroizquierda como de centroderecha, que puede resistir el mandato emparchando ciertas legislaciones y que hasta puede traer cierta estabilidad, pero que no buscará discutir los problemas de fondo. Y el camino más tenebroso es la radicalización y el populismo al estilo Trump, que ya está presente en el escenario electoral, distanciado de la convergencia y en búsqueda del conflicto para mantenerse. Este tipo de camino lleva a más inestabilidad.
Independientemente de lo que elijan los brasileños en octubre, no hay dudas de que ello tendrá consecuencias tanto para el proceso político de ese país como para la región. El debate del dilema democrático permanecerá hasta entonces. ¿La solución vendrá con la reflexión y las reformas? En tiempos de crisis, ¿prima la moderación o la radicalización? ¿Reforzaremos las instituciones o daremos paso a nuevos populismos? ¿La institucionalidad es moldeable al antojo de los poderosos? ¿El proceso democrático es sustituible? Las respuestas a estas cuestiones zanjarán por cierto tiempo tal dilema.
@OlavarriaTito