El desconcierto
Si una conquista se anotaba el chavismo en su época de gloria -cuando el caudillo populista vivía, el pueblo lo amaba y las arcas públicas eran invariablemente reabastecidas con petrodólares nuevecitos- fue blindar su hegemonía cultural e ideológica a partir del desarrollo de un poderoso aparato comunicacional. La “neutralización” o “liquidación” de grupos enemigos, así como la dirección política y adhesión de las clases subordinadas o aliados, dependían de asegurar esa unidad intelectual y moral que, según Gramsci, precede a la conquista del poder: de modo que disponer de un robusto sistema de medios y una comunicación alineada con las premisas de la revolución, lucía fundamental para “educar” el consenso respecto a esa, y no otra cosmovisión.
“La hegemonía comunicacional la lancé como una reflexión en el marco de la construcción del socialismo y lo dije en sentido gramsciano”, reveló el entonces ministro de Comunicación, Andrés Izarra; y Chávez, sagaz como era, la abrazó sin reparos. La monopolización grosera del espectro mediático por parte del Estado permitió al chavismo posicionar su narrativa, gracias a una estrategia de uniformización de mensajes que lo expuso como un bloque sin fisuras: desde el presidente hasta el último líder comunitario afecto a la revolución, todos corearon las mismas consignas, los mismos mantras, todos fueron arropados por idénticos símbolos. Así, la alfombra roja de la heteronomía, de la sumisión moral del individuo, habría sido inicialmente desplegada.
En medio de la dulce coyuntura que asistía al poder, el cultivo de la posverdad resultaba tarea relativamente sencilla. La intensa conexión con la gente, la sabrosa certeza de que la mayoría los apoyaba sin miramientos, permitía al régimen cabalgar cómodo sobre la generación de hechos alternativos. Los “tediosos” hechos objetivos, el registro factual -nada sexy a la hora de seducir y domeñar a la opinión pública- fue desplazado por aquello que apelaba a la exaltación de la emoción, las creencias o la superstición: las cadenas presidenciales se volvían así abrevadero de líneas comunicacionales precisas, dictadas por un comandante guachamarón que, entre anécdotas, gorjeos, versos o inflamadas proclamas, ofrecía la versión “oficial” de lo que acontecía. Reacomodar la realidad según la perspectiva del mandón, propagando mentiras que adquieren rostro de verdad “sentida”, brindó redonda ganancia e hizo posible -en especial tras los eventos de 2002- sembrar la idea de una oposición “golpista” enfrentada a un gobierno legítimo, popular y “constitucionalista”. Mundo al revés. Un país mirándose en la luna del espejo deformante.
Pero hoy, el andamiaje se desploma, deja sin luces ni tramoya a los intérpretes de la opereta… ¿Quién iba a pensar que las ventajas y trucos del todopoderoso big-brother un día se evaporarían, uno a uno? Pues si bien sobrevive el artificioso aparato de producción de propaganda, este luce ahora como la monumental osamenta de un dinosaurio: ecos de un pasado al cual es imposible reanimar, chasis desprovisto de actores y contenidos mínimamente creíbles. Los orwellianos pujos de la “Misión verdad” no bastan para convencer a una sociedad de que la crisis responde a oscuras y tornadizas fuerzas, difíciles de controlar. Eso, por más que sea replicado ad nauseam, ya nadie lo cree: y el caceroleo rabioso en antiguos reductos chavistas como Villa Rosa, San Félix, El Valle, Catia, La Vega o Simón Rodríguez, lo confirma. Cómo olvidar que el inopinado protagonista de una serie de videos con tono “íntimo” en los que aparece, por ejemplo, filosofando calmosamente junto a su risueña consorte en un funicular del Waraira Repano (“La MUD tiembla… ellos están en un atolladero… prepárense porque los vamos a derrotar con votos”) es el mismo que atravesó un chubasco de piedras, huyendo del mordisco de la realidad, del brazo huesudo de la desesperación de un pueblo.
No: la hegemonía comunicacional no es lo que fue, cuando el caudillo vivía, la gente lo amaba y las arcas públicas reventaban. Al menoscabo, además, se suma un llamativo signo: el concierto de voces ha perdido sincronicidad. ¡Quién lo diría! Así, mientras la Fiscal General advierte anomalías en los procesos de detenciones durante las manifestaciones, el Defensor del Pueblo insiste en que el gobierno actúa apegado a la ley. Mientras el General Padrino López menciona las muertes y lanza el fardo de yerros a “los extremistas de la oposición” o Aristóbulo Istúriz reconoce que la calle está alzada, el ministro para el Transporte, Ricardo Molina, afirma que hay “total normalidad en el 98% del territorio nacional”. Mientras Cabello niega toda posibilidad de elecciones, Maduro ofrece no sólo regionales, sino diálogo, constituyente, cárcel, paz, guerra… todo a la vez.
Al macizo tótem, en fin, le nacen grietas, sedición y desconcierto. Entretanto, una oposición que ganó a pulso el ser reconocida como democrática, marcha unida, inquebrantable; con desgarros, sí, pero aún entera; y sus dirigentes, ensayan una pulcra sintonía.
Quién lo diría.
@Mibelis