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El cerezo de los pañuelos blancos

Cuenta la historia que hace más de dos mil años hubo un hombre que caminó las polvorientas calles de Galilea, a donde quiera que iba el brazo de Dios, su Padre, se extendía sobre Él para traer vida y bendición a todos los que se cruzaban en su camino. A aquellos que habían vivido en la oscuridad, incapaces de poder contemplar las grandezas del Creador, les iluminaba los ojos, haciendo resplandecer ante ellos la majestuosidad del Universo. A aquellos que habían vivido encarcelados en el silencio, sin poder escuchar las palabras dulces del amor, les abría los oídos y tocaba para ellos las melodías más hermosas del corazón del Padre celestial. A aquellos cuyos cuerpos estaban subyugados bajo la carga agobiante de la enfermedad, los tocaba con sus manos, restaurándolos al diseño original del Edén.

En su recorrido de tan solo tres años, también sopló el aliento de vida a algunos a los que la enfermedad había arrancado tempranamente de esta Tierra. Como lo hizo con Lázaro, su querido amigo. Al acercarse a la tumba les ordenó a los que estaban presente que quitaran la piedra que cubría la cueva, y luego clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera! (Juan 11). Cada paso del recorrido de este hombre era luz, vida y sanidad. Sin embargo, lo más valioso e inigualable de su obra, lo más contundente de su presencia en medio de la gente fue, sin lugar a dudas, la liberación de las almas atormentadas por las tinieblas, la ruptura de las cadenas de los cautivos de todas las clases de opresión.

Jesús de Nazaret, era su nombre de hombre, pero Él fue ungido por Dios, llamado Príncipe de paz, Admirable y Consejero; el Salvador del mundo, el Mesías prometido. Cuando aún, sin cansancio, se esmeraba en cumplir la misión encomendada por su Padre, fue terriblemente humillado. Despreciado y desechado entre los hombres de su época, experimentó todos los quebrantos del cuerpo y del alma. Quienes supuestamente lo amaban, escondieron sus rostros de Él y, a pesar de todos los favores recibidos de su parte, lo desestimaron y lo convirtieron en varón de dolores. Sin embargo, fue presa de asesinos que tomaron sin escrúpulos su vida. Sin embargo, el Padre no lo salvó sino que lo entregó para demostrarle a la humanidad la grandeza de Su Amor, convirtiendo su muerte en el pago del precio de nuestra redención. 

Fue molido por nuestros pecados, cada gota de su sangre derramada en aquel madero en el Gólgota, se convirtió en nuestra Salvación. La salvación de las ataduras de las tinieblas en este mundo y la salvación de la muerte eterna sin su luz. Como cordero fue llevado al matadero, fue clavado en el madero; enmudeció, no profirió ofensa alguna contra sus opresores. Se rindió en los brazos de su Padre, aunque se sintió abandonado por Él, cuando cargó en su cuerpo el pecado de todos los descarriados. Derramó su vida hasta la muerte, llevó el pecado de muchos, y oró por todos los transgresores. 

Aquellos que aceptan su sacrificio están exonerados de la muerte, pueden experimentar la serenidad en medio de las tormentas de la vida, porque el castigo de nuestra paz fue sobre Él. Aquellos que creen en su corazón que no quedó clavado en el madero, sino que Dios, su Padre, lo resucitó de los muertos, son aceptos en el Amado; porque Jesús de Nazaret es el camino para llegar al Dios de Amor. Aquellos que se acercan con el corazón contrito y humillado, que expresan el dolor por haber vivido lejos de su presencia, reciben el perdón de sus pecados. Entonces, Él ondea sobre sus cabezas la bandera de su amor. 

Y esa bandera sigue ondeando sobre todos los que repiten en sus vidas el acto del perdón. La historia del madero, allá en el Gólgota se convierte una y otra vez en una historia personal, como aquella historia del cerezo de los pañuelos blancos, contada por el escritor chileno Antonio Skármeta y que hoy quiero recrearla para Ustedes: Su corazón palpitaba aceleradamente, cada giro de las ruedas del tren parecía acusarle, robarle la esperanza del perdón. Hace ocho años no veía a sus padres; se había marchado, como el hijo pródigo,  lleno de rebeldía y dispuesto a hacer su vida a su manera. Alejado del hogar, había tenido toda clase de aventuras, y en varias ocasiones los desmanes del desorden lo habían llevado a las manos de la ley. La última de éstas había dejado como saldo su encarcelamiento. Después de un largo tiempo tras las rejas, había llegado el momento de salir. Entonces, le escribió a sus padres, les pidió que lo aceptaran de nuevo en su vidas; realmente quería regresar al hogar, pero esto solo si ellos lo perdonaban.

En el patio de la casa había un cerezo. El joven recordaba que el tren pasaba en frente de la casa y el árbol podía divisarse claramente. Por lo cual escribió: “Si al pasar por la casa veo un pañuelo blanco en el cerezo, sabré que me han perdonado y me bajaré del tren en la siguiente estación. Si no lo veo, seguiré de largo sin rumbo, a un lugar desconocido. Mientras el tren se acercaba a la casa, su preocupación se tornó en agonía. Sin poder soportar más, le contó al compañero de asiento su problema y le dijo: _Por favor, señor, ya estamos acercándonos. Sería muy doloroso para mí no ver el pañuelo en el cerezo. Mire usted y dígame si lo ve, mientras agachaba su cabeza y ocultaba su rostro entre sus rodillas. 

Al paso de unos cuatro kilómetros el hombre exclamó: _¡Mira! No hay un pañuelo en el cerezo.  ¡El cerezo está lleno de pañuelos! Pasmado, el joven miró por la ventana y vio todos los pañuelos que cubrían por completo el cerezo. El perdón de sus padres no tenía medida. ¡Había sido total, completo, perfecto! Como el de aquel en el madero del Gólgota. Otro madero, quizá no de cerezo, pero el primer madero que ondeó la bandera del perdón demostrado en el Amor.

“Bajo la sombra del Deseado me senté, y su fruto fue dulce a mi paladar, me llevó a la casa del banquete y su bandera sobre mi, fue amor”. Cantar de los cantares 2:3b.


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